En el corazón del mundo

Mundo · José Luis Restán
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7 noviembre 2010
Aún recordamos la conmoción de aquellas palabras programáticas de Juan Pablo II en su primera encíclica Redemptor Hóminis: "el hombre es el camino de la Iglesia". Ahora, treinta años después, Benedicto XVI las profundiza y las hace carne. Podríamos resumir así la intensidad y la belleza de apenas treinta horas del Papa Ratzinger en tierra española.

En lo más íntimo de su ser el hombre está siempre en camino, está en búsqueda de la verdad, dijo el Papa nada más aterrizar. Y después, en la maravillosa plaza del Obradoiro bañada por la luz suave del atardecer habló de los bienes y bellezas admirables de este mundo, admirables pero insuficientes para el corazón del hombre que busca el Infinito. Detrás de esos bienes penúltimos se trasluce una meta que el hombre busca por mil caminos, salvo que dimita de su propia humanidad. Sí, una vez más es Benedicto quien habla al corazón del hombre moderno con dulzura entreverada de gravedad, porque si el hombre deja de aspirar a la verdad, a la justicia y a la libertad, corre el riesgo de perderse a sí mismo. Y ahí estamos. El hombre camino de la Iglesia: este hombre contemporáneo que se entrampa en los bienes penúltimos y no sigue hasta la meta, como han seguido los peregrinos de generación en generación hasta llegar a los pies del apóstol para confesar que el sentido último de la vida se ha hecho carne, ha vencido a la muerte y ya no nos abandona. "La Iglesia se pone en camino acompañando al hombre que ansía la plenitud de su propio ser", dijo el Papa nada más llegar, y después lo ilustró con cada uno de sus gestos y palabras.

Y si Juan Pablo II lanzó a la Europa lacerada por el telón de acero un grito lleno de amor, Benedicto XVI ha lanzado a nuestro viejo continente corroído por el nihilismo una bellísima apelación: "es necesario que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa". En un magnífico crescendo de intensidad, el Papa se ha preguntado frente a fachada de la catedral compostelana "¿cómo el hombre mortal se va a fundar a sí mismo y cómo el hombre pecador se va a reconciliar a sí mismo?, ¿cómo es posible que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana?, ¿cómo lo más determinante de ella puede ser recluido en la mera intimidad o remitido a la penumbra?… ¿Cómo es posible que se le niegue a Dios, sol de las inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el derecho de proponer esa luz que disipa toda tiniebla?". El párrafo quedará inscrito en los anales de este pontificado.   

De nuevo despunta lo que para el Papa ha sido la tragedia europea: "que se haya  divulgado la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad". Por el contrario Dios es meta y cumplimiento, destino y puerto de toda verdadera aspiración humana. Y por eso Benedicto XVI, el Papa que ha formulado la laicidad positiva, mira a España como un espacio privilegiado para el diálogo y la reconciliación entre fe y secularismo, entre la sabiduría cristiana y la razón moderna. El Papa ha demostrado conocer bien nuestra historia, pero también confiar mucho en nuestras posibilidades. Aquí ha crecido un catolicismo fuerte y ardoroso, capaz de grandes empresas. También aquí ha surgido un laicismo arriscado que fácilmente se torna anticlericalismo. Esa tensión explica dos siglos de nuestra historia y amenaza con atenazarnos de nuevo. Pero el Papa ha pronunciado un ¡basta! a estos choques inútiles, ha dicho (¡a todos!) que es hora de un nuevo encuentro entre fe y laicidad.

Sus últimas palabras en Compostela fueron para decir que "la Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero". Lo que la Iglesia pide y busca es solamente la libertad y la tranquilidad para "velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo". Miles de peregrinos llegados de toda España acogieron con un silencio denso y conmovido esta homilía, sólo al final la multitud prorrumpió en aplausos y vítores como un sí fresco y coral a la invitación exigente del Papa.      

En la etapa de Barcelona Benedicto XVI prosiguió su diálogo dramático (¡el diálogo de la Iglesia!) con el hombre europeo contemporáneo. Así explicaba el significado de la dedicación del templo de la Sagrada Familia: "en el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma". El Papa era muy consciente de que no toda la ciudad le esperaba, ¡claro que no! Precisamente por eso tenía que estar allí y hablar del modo en que lo hizo. Porque el gesto del domingo en Barcelona se realiza "en una época en la que el hombre pretende edificar su vida de espaldas a Dios, como si ya no tuviera nada que decirle", y por eso tiene mucho más valor. Gaudí con su obra, que es la obra de una fe de siglos compartida por generaciones de barceloneses, nos muestra amablemente "que Dios es la verdadera medida del hombre".

Podemos discutir hasta la saciedad sobre el número de asistentes (tan difícil de medir en este caso) y sobre la temperatura afectiva de Barcelona frente al Papa. Lo que nadie puede negar es que en la Barcelona moderna, bulliciosa y llena de contradicciones se ha hecho presente la Iglesia. En el corazón de la ciudad las agujas de la Sagrada Familia no dejan de interrogar a todos sobre el sentido de la vida y de la muerte, no dejan de proponer la sabiduría del Evangelio que las ha levantado hacia el cielo. Pero sobre todo, dentro y fuera de ese espacio fantástico hemos visto el no menos fantástico espectáculo de un pueblo que ríe y ama, que lucha y padece, que ora y trabaja. Lo hemos visto congregado por Pedro. Tranquilo y alegre porque la Iglesia no trabaja para engrosar sus propios números, su propio poder, sino para ser signo e instrumento de Cristo que invita a los hombres a ser amigos de Dios. Y eso ni los titulares maliciosos de prensa, ni las políticas laicistas, ni la violencia sectaria de algunos lo pueden impedir.

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