En Citè Soleil, mirando hacia el futuro

Mundo · Alver Metalli (Haití)
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10 febrero 2010
Cité Soleil es célebre en Haití. Desde hace años lo es hasta en las crónicas que desde este punto del Caribe llegan al exterior. Aquí, en la Ciudad del Sol, los tonton macoutes, como se conocen a los seguidores del dictador Douvalier, partían hacia sus expediciones punitivas a la caza de opositores al régimen. Aquí, en la Ciudad del Sol, las chimères, pandillas de partisanos del depuesto presidente Jean Bertrand Aristide, hacían otro tanto, con algún resguardo más para no alejar la simpatía de quien veía con buenos ojos el drástico cambio social.

Es el reducto más miserable y violento de Port au Prince, el más pobre, un interminable barrio marginal de trescientas mil personas -aunque en realidad nadie sabe cuántos son- que el terremoto ha vuelto aún más miserable. Justo en el medio de la villa se encuentra el barrio de los cascos azules brasileños, uno de los principales componentes del cuerpo de paz de las Naciones Unidas, que en 2004 acampó en la ciudad con trece mil hombres. Hay una multitud en la puerta del cuartel, en espera de su ración de víveres. Arroz, porotos rojos, harina blanca, harina de maíz, aceite. Hay orden dentro del gentío, como en muchos otros puntos de distribución con que nos hemos cruzado atravesando la ciudad. Se ha hablado mucho de los saqueos y la violencia, tantos lamentos de los socorristas haitianos; hubo asaltos, es verdad, pero se dieron los primeros días y en los lugares más golpeados, donde la gente no hubiera podido recuperar nada de lo que tenía. Las ayudas no llegaban y los grupos de personas hambrientas asaltaron lugares donde sabían que había comida.

A poca distancia del punto de distribución se alza un campamento. En realidad no se ven carpas, sino trapos atados a los palos, sábanas a veces, o las mismas bolsas que contenían ayuda, cortadas, cocidas entre sí y utilizadas para construir un reparo. Una protección del sol, de la lluvia. Hay nubes blancas en un cielo gris, empujadas por un viento ligero. Es una estación seca, hasta abril no debería llover. Pero hay temor. Los campamentos más precarios se volverían intransitables con las primeras gotas, se convertirían en malolientes criaderos de gérmenes. Además, están por llegar los huracanes. La época de los ciclones, en el área del Caribe, comienza en mayo. Haití, es sabido, se encuentra en la primera línea de su trayecto. Tienen nombres amables -la mayoría de mujer- y la furia en su interior. Jeanne, en 2004, ocasionó muchas muertes, Noel en 2007 agregó otras; tres huracanes en 2008, uno tras otro en el lapso de tres meses. No da tiempo a levantar viviendas más seguras.

Bajo estas carpas hay casi dos mil personas. Muchos son niños. Corren entre las montañas de basura y los hilos de agua sucia improvisando los mismos juegos de sus coetáneos de otras latitudes. Muchos son huérfanos. Es una cuestión delicada la de los huérfanos. Con los que ha dejado el terremoto suman 380.000 en Haití, miles más, miles menos. Los números, aquí, son los que son. Cada año -y esto es un dato más certero- tres mil niños se marchan camino a Francia, en primer lugar, luego están los Estados Unidos, Canadá y Holanda. Fiametta Cappellini, responsable de Avsi, llama a la prudencia. Por el momento, dice, preferimos hablar de niños separados. En las próximas semanas podría aparecer un padre, un pariente cercano, algún familiar lejano, alguien en definitiva que quiera hacerse cargo. Hay mucha excitación en este momento. No es tiempo -insiste- de tomar decisiones sobre su futuro. Existen casos ya cerrados, adopciones en término y con todos los requisitos pedidos por la ley. A éstos es justo darle curso. Pero no es necesario ir más allá por el momento. El Gobierno del presidente René Preval ha declarado su voluntad de facilitar las adopciones. Ha bastado para que se abriese una hendidura, por la cual seguramente ha pasado el tráfico ilegal de pequeños haitianos, asegura Fiammetta.

El Hôpital Général está a dos pasos de las ruinas del Palacio Presidencial. El terremoto lo ha preservado parcialmente. Las construcciones son bajas, horizontales, de un blanco sucio con terminaciones verdes; las paredes tienen grietas visibles pero en su conjunto no ofrecieron gran resistencia a las ondas sísmicas y permanecen en pie. Los pabellones de internación están vacíos. En las carpas, afuera, en los espacios abiertos, están los heridos. El sector traumatológico y ortopédico parece un círculo dantesco. En la semana posterior al gran seísmo, el ochenta por ciento de las intervenciones quirúrgicas realizadas concluyeron en amputaciones. Al igual que en los demás hospitales -el Hôpital de la Paix, los Centres de Santé, el hospital de Tabarre y los provistos por Medecin sans frontiere. Algunas amputaciones menos en el barco estadounidense Confort, anclado en la bellísima bahía de Port au Prince, cerca de la isla de Gonaives, dotada de instrumental sofisticado que ha ahorrado, en muchos casos, el desgarro de la mutilación. David Bredier, de Medicins du Monde, coordinador general de urgencias, confirma que han hecho una treintena por día. Todavía se opera, pero sobre intervenciones ya realizadas, para detener una cangrena, limpiar las suturas, preparar las extremidades para futuras prótesis. Hay muchos niños entre los mutilados.

El centro de Port au Prince es un único detrito que los variopintos tap tap se obstinan en esquivar; la gente cuelga en racimos del costado de sus transportes. Atraviesan los escombros con los nombres bien a la vista, portadores de buena fortuna, religiosos, alegres, Merci Jesús, Puissance de Dieu, Benedicte Vierge Marie, La source Divine, Pere Eternelle. El 75% de la ciudad se derrumbó o tiene que ser demolida. Llevará meses remover los escombros. Diez años reconstruir la ciudad, opinan los expertos. El presidente René Preval ha planteado también la posibilidad de una transferencia de Puerto Príncipe a otra localidad, una reconstrucción desde cero, al igual que sucedía en las antiguas capitales latinoamericanas en los siglos XVII y XVIII destruidas por los incendios, atacadas por legiones de insectos o embestidas por insalubres miasmas de los pantanos circundantes, que provocaron epidemias incontrolables. En los tiempos modernos no hay ejemplos de una populosa capital que haya sido transferida luego de haber sido azotada por un cataclismo natural.

En el centro de Port au Prince el olor a muerte es repugnante. No se sabe cuánta gente permanece sepultada bajo estas montañas de escombros. Y no se sabrá jamás. Quedó derrumbada Notre Dame, la bella catedral colonial. Bajo los escombros también han muerto el arzobispo y su vicario general. Un religioso me muestra el texto de una homilía de monseñor Jeacque Miot pronunciada en el aniversario de la visita de Juan Pablo II a la isla, en marzo de 1983. Repite, con el Papa, que en Haití  «‘algo debe cambiar' para poder tener un equilibro social», y agrega «que el Papa tendría todas las razones aún hoy para decir aquello que dijo entonces». Los restos de monseñor Miot y de su colaborador se encuentran ahora en las márgenes de una plantación de banana, a poca distancia de las casas bajas de la Conferencia Episcopal de Haití. Dos montículos de tierra removida recientemente indican el punto de la sepultura. No hay lápidas, no hay flores ni velas, sólo una cruz blanca.

Una fila interminable, de la que no se ve el final, bloquea el paso del furgón. La cabeza de la columna se amontona contra la entrada de un edificio, donde un nutrido equipo de marines armados hasta los dientes controla que todo se desarrolle en orden. El sol baña las caras, hay polvo en el aire. La gente está allí hace horas -se comprende por la lentitud con que se mueve la fila-, tendrán que permanecer otras tantas. Alguien sugiere un paso de baile. Muchas son mujeres. Vienen de los campamentos. Tienen niños alrededor, los más pequeños agarrados a sus piernas. En sentido contrario a la fila otras mujeres caminan velozmente con el niño detrás y una bolsa en la cabeza. Es el botín de la larga espera. Una bolsa de plástico de colores fuertes, como les gustan a los haitianos. Frenamos a una muchacha con su carga en equilibro y le pedimos con gentileza que nos muestre el contenido. Se resiste un poco, teme quizás que la controlen o que se lo quieran quitar, luego apoya la bolsa en el piso y la abre. Saca rollos de papel higiénico, una olla, un cucharón, un repasador, cepillo de dientes, dos pomos de dentífrico, jabón, una botella de champú.

Nos alejamos para escalar la ciudad en dirección norte. Diez minutos después el ojo se detiene sobre una escena que no se esperaba. Cinco haitianos trabajando, delante de una pared construida por la mitad. Los ladrillos son blancos, limpios, nuevos al lado del envejecimiento circundante. Dos de ellos tienen la paleta en la mano y el balde de cemento. Otros dos eligen los ladrillos de un cúmulo de escombros, los limpian y se los pasan a un tercero que los pone donde deben ir. Este equipo de albañiles está levantando la pared externa de un negocio. Una mitad ya está construida. El punto, la escena, la primera de este tipo luego de diecinueve días del gran seísmo, merecen ser mencionados: calle Saint Martin, altura inexistente, cerca de una escuela.

Reconstrucción es una palabra que podría sonar blasfema cuando aún se cuentan muertos y se remueven escombros. Pero son los haitianos quienes la pronuncian. Richard Gerard, un joven sacerdote de Port au Prince, está desfigurado del cansancio. «Los primeros días, aquellos que vinieron después del terremoto -nos dice-, pensé que todo había terminado, que no había ya nada para hacer, pero luego he visto la fuerza de tantos haitianos, su voluntad de continuar viviendo, y la gran solidaridad de la comunidad internacional hacia mi país».

El mundo de la cooperación se ha movilizado como nunca. Médicos sin Fronteras, Médicos del Mundo, Save the Children, la inglesa OXFAM, Concerne (Irlanda), Entrepreneur du monde (Francia), el Movimiento laico para América Latina, la española Cesal, desde Italia AVSI, COPI, CESVI… Es una lista resumida a la que habría que agregar decenas de otras siglas. No es verdad que los organismos de cooperación son bandadas de aves migratorias que pasan y se van. Tantos están aquí mucho tiempo antes del terremoto. Otros se han agregado para quedarse durante largo tiempo. Después de las emergencias, más allá de las emergencias, metidos de cuerpo entero donde el Estado no llega y no puede llegar. Hemos visto panaderías, zapaterías, ventas de pollos, fábrica de velas, un lavadero de autos realizado por los cooperantes de AVSI. Y jóvenes haitianos arrancados a las bandas y la marginalidad que llevan adelante, en sus barrios, un liderazgo en la reconstrucción. Es otro capítulo que deberá ser escrito.

Publicado en el semanario Vita

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