¿Emirato o califato? El dilema talibán

Mundo · Martino Diez
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7 septiembre 2021
La reconquista de Afganistán pone al movimiento fundamentalista ante una encrucijada, pero también plantea el problema del fracaso cultural de Occidente y el de nuevos equilibrios de poder tras la retirada americana.

La fulminante campaña talibán ha causado sensación este verano. En menos de un mes se han hecho con el control de gran parte de Afganistán. En comparación, los soviéticos lo hicieron mucho mejor que los americanos. Después de la retirada de sus tropas en 1989 tuvieron que pasar tres años para que una coalición muyahidín se adueñase de Kabul y hubo cuatro guerras internas antes de que los talibanes llegaran a proclamar su emirato en 1996. Aunque por desgracia el verano de 2021 no ha estado precisamente privado de tragedias humanitarias (Líbano y Haití por citar solo dos), la atención internacional sobre Afganistán está totalmente justificada, pues la retirada americana marca el final de un ciclo histórico, el de la guerra al terrorismo. Lanzada por George Bush tras los ataques del 11 de septiembre, esta ideología condujo a la invasión casi inmediata de Afganistán, decretando el fin del primer experimento de gobierno talibán. Le siguió en 2003 la invasión de Iraq, completamente infundada tanto desde el punto de vista del derecho internacional como desde el cálculo político. Veinte años después, partimos de cero y es difícil no sentirse consternado.

Para evitarlo, podemos hablar, como hacen muchos últimamente, de “yihadismo moderado”, una expresión que carece totalmente de sentido, que traiciona la ignorancia no solo de la situación sobre el terreno (que muy pocos, y entre ellos no está quien escribe, pueden decir conocer a fondo), sino también de las categorías ideológicas del fundamentalismo islámico. Si la traducimos al vocabulario del islam fundamentalista, se puede reformular en estos términos: ¿los talibanes son un emirato o un califato en potencia? Para empezar, hay que aclarar los términos de la cuestión. El pensamiento político islámico clásico siempre se ha centrado en la idea de un califato universal. Pero en realidad, siglo y medio después de la muerte de Mahoma ya empezaron a surgir una serie de potencias locales, los emiratos, dependientes nominalmente del califato central, pero en realidad autónomos. Son los embriones de lo que muchos siglos más tarde serán los estados musulmanes modernos. Pero nunca desapareció del todo la idea de reactivar el califato universal y este eslogan, en un contexto que ha cambiado profundamente, toma nueva vida en la edad contemporánea como bandera identitaria anti-occidental.

Los talibanes que surgieron de la yihad contra los soviéticos son una fuerza totalmente afgana. Son un ejemplo perfecto de esa combinación de “espíritu corporal” y “tinta religiosa” que el historiador magrebí Ibn Khaldun identificó, ya en el lejano 1400, como el motor del cambio en las sociedades islámicas. Si hay un lugar en el mundo donde el análisis de Ibn Khaldun sigue teniendo sentido, es Afganistán, aún ampliamente tribal, aún en parte nómada.

La pregunta que hay que plantearse entonces no es si los talibanes serán moderados o no (no serán moderados), sino si se concebirán como un emirato territorial afgano o si quedarán anulados por los yihadistas del ISIS que luchan por un califato universal. Por un lado, la derrota de 2001 y dos décadas de travesía por el desierto han enseñado a los talibanes lo arriesgado que es atraerte la hostilidad global. Pero, por otro lado, ya el título que ostenta su líder, comandante de los creyentes, es el de un califa en potencia y nos permite prever que cuando tengan que tomar decisiones sobre el terreno con respecto a la administración, economía, gestión de la complejidad étnica y religiosa, podrían optar por dar un giro de máximos.

En realidad, no es posible responder a esta pregunta sin tener en cuenta el contexto internacional, empezando por China. Quitando la previsible satisfacción por la embarazosa apuesta americana, permanece abierta la perspectiva de que un Afganistán yihadista o filo-yihadista supone un serio problema para Pekín, con su durísima represión contra la minoría musulmana en la región fronteriza de Xinjiang, con deportaciones y campos de concentración. Hasta hace poco, los talibanes representaban la encarnación de los llamados Tres Males que combate la política china: terrorismo, separatismo y extremismo religioso. Mientras persista una lógica nacional, se puede pensar en un pacto donde los talibanes, a cambio de tener vía libre a nivel cultural y religioso, se comprometan a no fomentar la inestabilidad regional. Pero no será esta la agenda de los grupos yihadistas, que también en Pekín han cometido en los últimos meses varios atentados contra objetivos chinos, a pesar de los enormes intereses económicos que ligan (o mejor vinculan) a Islamabad con Pekín.

En este sentido, la decisión americana de retirarse también podría revelarse como una apuesta política al menos parcialmente vencedora. Aunque queda un gran fracaso humanitario, aparte de mediático. Aparte de la hybris imperial que ha inspirado el proyecto de exportar la democracia con armas, también se han destruido los modos habituales de actuar en cooperación internacional. De hecho, en estas dos décadas se han dedicado a Afganistán grandes recursos. Principalmente para fines militares, pero también para construir escuelas y hospitales, y para promover los derechos de las mujeres y de las minorías. Parece que esta enorme máquina, siempre tentada por la autorreferencialidad, no ha llegado a incidir realmente. Pero es verdad que los cambios sociales tienen su propio ritmo y podrían reservarnos alguna sorpresa. Un indicador al que  mirar, mucho más que el número de teléfonos y accesos a internet, es sin duda la tasa de matrimonios endogámicos, un elemento esencial para el funcionamiento de una sociedad tribal.

En todo caso, Occidente tendrá que reflexionar mucho sobre este fracaso cultural. Y los musulmanes no podrán dejar de enfrentarse a la pregunta sobre cuál es su lugar en el mundo, que el ISIS planteó con una urgencia inaudita, empujando a las instituciones, incluso a las religiosas, a unos posicionamientos inéditos, que ahora vuelve a proponer con fuerza con el retorno de los talibanes.

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