Elegir entre Dios y riqueza es una falsa opción

Cultura · John Waters
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22 septiembre 2008
Culpar a la prosperidad de la pérdida de los llamados valores espirituales no tiene sentido y es destructivo.

En su maravilloso poema Lament, Dylan Thomas evocaba las "virtudes mortales" que incordian a los que recuperan el temor de Dios en su lecho de muerte. El poema retrata al pecador, "en caída mortal", que se va enderezando moralmente al tiempo que se hace físicamente decrépito, renunciando a todo lo que le hace humano. Es un poema terriblemente divertido porque dice mucho de la clase de cristianismo de esta región: una vida de prohibiciones y negaciones que exige a los supuestos creyentes que elijan entre Dios y su deseo.

Ésta es, por supuesto, una falsa elección porque el deseo humano es tal vez la evidencia más persuasiva de la existencia de Dios. Por esta razón, me alegró leer la semana pasada el artículo del economista Michael Casey titulado "Matar el mito de que la riqueza de Irlanda ha envenenado a sus valores".

Casey tiene razón cuando dice que culpar a la prosperidad de la pérdida de los llamados valores espirituales no tiene sentido, es destructivo, porque eso sugiere que sólo los pobres pueden encontrar a Dios. Probablemente también tenga razón al afirmar que gran parte de la retórica condenatoria a la prosperidad es una nueva forma de intentar recuperar viejas formas de control, en gran parte para liberarse de las cargas impuestas a las propiedades y de un residuo de puritanismo en la imaginación religiosa de la sociedad. Debería haber añadido otro punto importante: que esta tiranía ha sido una de las fuerzas más potentes para alejar a los cristianos de Cristo.

Debido a las interpretaciones mayoritarias del mensaje cristiano en relación al llamado materialismo, resulta cada vez más difícil para los cristianos acomodados reconciliar su fe con su estilo de vida. Constantemente se enfrentan a una acusación implícita que apunta a la incompatibilidad entre los valores del mercado y la piedad, lo que les obliga a abrazar o sus circunstancias o su fe, pero no -o al menos no cómodamente- ambas.

Sigmund Freud, en Civilisation and its Discontents, sugería que el hombre ya nace con conciencia. El superyó cultural ha impuesto sobre nosotros tal carga de culpa social que la felicidad individual se hace imposible. Las interpretaciones convencionales del mensaje cristiano en el contexto de la riqueza y la pobreza pueden verse, por tanto, como un intento de alejar al individuo de objetos inútiles, atacando las opciones egoístas de alcanzar la felicidad sin indicar cómo puede esa felicidad ser alcanzada de otra forma.

Para conectar con la gente, el cristianismo tiene que mover, más que a la simple piedad, a principios específicos que estén en armonía con la forma como avanza el mundo. Tiene que ofrecer respuestas.

Para ser un buen cristiano, ¿tengo que tirar mi dinero? ¿Qué pasa entonces con el bienestar de mis hijos? Si, de forma unilateral, decido hacerlo, ¿qué logrará mi gesto, más allá de mejorar de forma microscópica la vida de unos pocos? Quizá pueda mandar un mensaje poniéndome como ejemplo. Pero si todos siguen mi ejemplo, ¿cómo se sostendrá la riqueza común? Y, de todas formas, ¿no es una forma de transferir mi culpa este gesto de generosidad por mi parte? ¿Sólo los que ya eran pobres pueden abrazar la prosperidad sin culpas? ¿Y cuánto tiempo tiene que pasar para que también ellos tengan que desprenderse de lo recibido? Incapaces de resolver estos rompecabezas, tendremos que, como repiten los mantras de nuestros pastores, flagelarnos un poco y seguir como antes.

Nos acusamos, por ejemplo, de la falta de generosidad hacia los pobres, o de hipocresía. Pero nuestra autoinculpación es efímera e insustancial. Incapaces de reconciliar nuestras contradicciones, nos damos la vuelta y volvemos a agarrarnos a nuestro Becerro de Oro aún con más convicción, como si sólo él nos ofreciera la claridad que ansiamos. Nos alejamos un poco más de Jesús, no porque estemos resentidos con él, sino porque, como nos dicen, sus preceptos son imposibles de cumplir.

Hay, por supuesto, un punto en el que el materialismo es peligroso. Cuando una sociedad invierte toda su exigencia de significado en el dominio material, se empieza a estrangular la propia vida de los ciudadanos, al privarles de nutrientes esenciales para su supervivencia espiritual. Esto fue parte del fin del comunismo, y podría suceder lo mismo con el capitalismo también. Aunque generalmente ésta no es la tesis de nuestros predicadores.

Una discusión más interesante sobre la relación entre cristianismo y prosperidad gravitaría sobre la idea de si es adecuado secundar la llamada del deseo humano. La actual incertidumbre económica podría ser un buen momento para explorar esto. ¿Ha respondido el dinero a todas nuestras preguntas, o nos sugiere aún más? ¿Estoy satisfecho con lo que poseo o sigo queriendo más? ¿Este "más" es más de lo mismo u otro "más" diferente? ¿Cómo, reconociendo que la prosperidad tiene su valor y sus límites, puedo vivir en una sociedad moderna? ¿Se puede reconciliar una gran fortuna con el cristianismo?

Michael Casey tiene razón en que lo que necesitamos es un análisis más profundo, lo que implica una ecuación de valores más compleja. No tienen que recordarnos que el materialismo es una filosofía equivocada, sino que no puede darnos todo lo que necesitamos. La falta de claridad en que vivimos pone en peligro todo lo que vale la pena, al omitir el punto decisivo del amor al vecino y al desconocido disminuye el stock de religiosidad en nuestra sociedad.

Publicado en The Irish Times

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