Elecciones parlamentarias venezolanas y cultura de la muerte
Cuando un país se deja seducir por la irracionalidad sociopolítica y olvida la senda de la moralidad comienza a ceder ante la instalación de una cultura de la muerte, aun sin darnos cuenta. Esta consiste en considerar como normal la pérdida del valor sagrado propio de toda vida humana, y en ver a los individuos como un bien relativo al servicio de una ideología u opción de poder, sea político o económico. Se trata de una «auténtica estructura de pecado que se configura como verdadera cultura de muerte» (Evangelium Vitae), alimentándose del mal en todo lo que hace y proyecta, sea por acción u omisión.
Los procesos de deshumanización a los que estamos sometidos, tales como la inflación desbocada, el desabastecimiento generalizado y la inseguridad por doquier, tal vez son sus signos más evidentes. Pero estos no pueden ser vistos como meros problemas de una disfuncionalidad económica, sino como la consecuencia de un sistema que se ha hecho estructuralmente incapaz e indolente ante la realidad y sus necesarios reajustes. Un sistema moralmente ilegítimo e intencionalmente malo, que día a día pone en riesgo la vida de todos los habitantes a través de la escasez, la violencia y la pobreza.
¿Qué hacer en este contexto tan feroz cuando son muchas las dudas que pueden presentarse frente al cercano proceso electoral? Lo que está en juego no es una mera sustitución de candidatos y partidos políticos, o un simple conteo de votos. Es el ejercicio ético de una mayoría ciudadana que no puede seguir aceptando la quiebra moral e institucional en la que hemos caído. Es el momento de dar una señal contundente, aunque no sea aún total, de la necesidad de cambiar el modelo para poder comenzar a reencontrar la senda de la unidad, el progreso y la justicia que todos nos merecemos.
Aunque una cultura de la muerte tan institucionalizada como la nuestra no se vence en unas elecciones, sí es posible iniciar un proceso de conciliaciones políticas que dé pie a cambios puntuales, pero necesarios, para enrumbar al país por la senda del bien común. Esto implica, para la oposición y el oficialismo, la superación de los personalismos caudillistas y la desideologización de las políticas públicas.
Las próximas elecciones parlamentarias servirán para medir la moralidad de la nación y su talante humano; la capacidad que tenga para apuntar al bien común antes que al interés propio o partidista. Es el momento de hacer dos juicios a nuestra vida política: (a) el rotundo no al modo anticonstitucional como se ejerce el poder político en Venezuela; (b) y la urgencia, impostergable, de despolarizar los discursos y las políticas para comenzar a buscar acercamientos que propicien el reconocimiento de todas las partes.
Despolarizar presupone creer que las incomprensiones, las incompatibilidades y las divergencias no son insuperables. Pero también implica que, más que un diálogo, lo que se debe alcanzar es el reconocimiento, el cual supone interlocutores hablando de igual a igual. Ya lo decía Jacques Maritain: «la democracia no exige en modo alguno un acuerdo compartido sobre los fines últimos, sino la aceptación de referencias mínimas comunes, como el respeto de las minorías, la preocupación por los derechos humanos, el sentido y la necesidad de una vida común compartida en el destino de la nación. En todo esto, lo que menos debe dominar, en sentido estricto, es el diálogo, sino la preocupación y el deseo de reconocer al otro». En fin, está en juego la capacidad de hacer compromisos públicos razonables y manifestar hechos de reconocimientos mutuos, de tomar conciencia de nuestro fracaso y emprender la búsqueda de la reconstrucción.