Editorial

El yihadismo exige sinceridad

Editorial · Fernando de Haro
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17 enero 2015
Flamigna Agmar y su marido nos reciben en un garaje que han acondicionado como vivienda de una sola habitación. Encienden la estufa y nos preparan café. No quieren vivir como los refugiados musulmanes que han instalado sus tiendas en los campos ahora blancos por una nevada que hace la vida muy difícil. Flamigna y su marido salieron huyendo de Homs, del terror sembrado por el Estado Islámico. Tenían miedo, tienen miedo de que los yihadistas los decapiten.

Flamigna Agmar y su marido nos reciben en un garaje que han acondicionado como vivienda de una sola habitación. Encienden la estufa y nos preparan café. No quieren vivir como los refugiados musulmanes que han instalado sus tiendas en los campos ahora blancos por una nevada que hace la vida muy difícil. Flamigna y su marido salieron huyendo de Homs, del terror sembrado por el Estado Islámico. Tenían miedo, tienen miedo de que los yihadistas los decapiten. Escaparon de casa con lo puesto y han llegado a parar al pueblo de Deir a Ahmar, en el norte del Líbano, cerca de la frontera de Siria. La localidad, antes de la guerra tenía 2.000 habitantes, ahora acoge a 6.000.

Detrás de las colinas, a pocos kilómetros, el Estado Islámico campa por sus respetos. “Habéis venido a hacer un reportaje sobre los refugiados sirios e iraquíes, el año que viene vendréis a hacerlo sobre los refugiados libaneses”, nos espeta Sor Micheline, una monja maronita que recoge a los niños desplazados e intenta que sigan recibiendo alguna educación. Dentro de una tienda construida con plásticos, sobre un suelo de barro en el que se cuela el hielo por todas las esquinas, señala a sus nuevos alumnos: “estas son las víctimas de la violencia, las víctimas de esta guerra infame”. Esos niños y los más de dos millones que han perdido su casa y que se amontonan en el barrio armenio de Beirut o en Erbil, en el Kurdistán. Muchos de ellos te piden un visado para marcharse a Estados Unidos o a Canadá. La limpieza étnica y religiosa que está en marcha ha dejado sin cristianos a muchos pueblos. De algunos de ellos como Malula se han marchado los últimos que todavía hablaban la lengua de Jesús, el arameo. Son las víctimas de una guerra civil dentro del yihadismo. Como lo han sido también los dibujantes de Charlie Hebdo, los judíos del supermercado y la policía asesinados en París.

Hay un conflicto interno en el islamismo que salpica a todos. Los europeos creíamos estar a salvo. Con dolor hemos despertado. El conflicto tiene como epicentro Oriente Próximo pero ya es global. El wahabismo (sunní) de Arabia Saudí, con la pretensión de liderar un proyecto ideológico dentro del islam, quiso crear una alternativa al chiísmo de Irán. Es la pugna de siempre. Están convencidos de que el califato desaparecido a principios del siglo XX puede reeditarse. Piensan que cien años no son nada en la historia del islam. Y pugnan por el liderazgo. Ese sunnismo necesitaba interrumpir al corredor chiíta que se extiende desde Irán hasta el sur del Líbano (Hezbollá) y que pasaba a través del Iraq de Al Maliki. Arabia Saudí y Qatar crearon primero el monstruo de Al Qaeda y luego el del Estado Islámico. Ya no hace falta alimentarlos, son autónomos. Están fuera de control y luchan por la notoriedad y el protagonismo. Los combates entre Al Nusra (filial de Al Qaeda en Siria) y el Estado Islámico ilustran bien la situación. Y esa es la lucha que ha llegado hasta nosotros. ¿Qué mejor jugada que matar “europeos blasfemos” para ganar posiciones?

Ante la amenaza yihadista, Occidente debe hacer un ejercicio de sinceridad. En primer lugar necesitamos reconocer nuestros errores políticos en Oriente Próximo. Son muchos. Nos equivocamos con la invasión de Iraq. Nos equivocamos al aceptar la información de Al Maliki. El ex presidente iraquí engañaba a todo el mundo contando historias falsas mientras su ejército, corrupto y desmantelado, retrocedía ante el avance de los islamistas. Nos equivocamos en el conflicto sirio. Desoímos lo que nos decían los cristianos del país: explicaban ya en 2011 que la oposición no tenía consistencia y que Asad, tirano despreciable, era el mal menor. Aquella ingenuidad occidental fomentó que el Ejército Libre Sirio se transformara en pocos meses en el nido de decenas de miles de terroristas de todo el mundo. Nos equivocamos al confiar en Turquía que deja sus fronteras abiertas para que esos terroristas que llegan de todos los rincones del globo se alisten con los yihadistas. Nos equivocamos si pensamos que el conflicto entre sunníes y chiítas es bueno porque deja en paz a Israel. Y nos equivocamos, en fin, si consideramos que los acuerdos Skyes-Picot de 1916, con los que finalizó la hegemonía otomana en la región, ya no sirven. Aquel compromiso creó naciones multiconfesionales en las que conviven sunníes, chiítas, drusos, cristianos, yazidíes, alauíes y muchos otros. No era mala solución. Acariciar ahora el sueño de países monoconfesionales, como el que proyecta Netanyahu, es una utopía muy peligrosa.

La sinceridad para hacer frente a la yihad exige también reconocer la debilidad de Europa. Nuestro querido Viejo Continente exporta yihadistas a Siria y a Iraq. Hay 2.000 franceses combatiendo en las filas del Estado Islámico. Son nuestros chicos, no son extranjeros. Ante el vacío en el que crecen, buscan en el nihilismo violento una salida. Como la buscaron sus abuelos en el terrorismo de los años 70. Es la fascinación terrible que ejerce la muerte, matar y ser matado, cuando la vida ha dejado de ser una experiencia atractiva.

Es ingenuo que sobre los ataúdes de los caricaturistas de Charlie Hebdo invoquemos los valores de la Ilustración. ¡Ojalá esos valores estuvieran vivos! Eso nos permitiría no caer en la trampa de un choque de civilizaciones buscado con inteligencia por los yihadistas para ganar adeptos. Pero los principios de las luces se han convertido en eslóganes huecos. No significan nada para los chicos de nuestras periferias. Solo nos queda de ellos un insano gusto por la irreverencia.

Sobre la nieve que cubre los campos de Deir a Ahmar, cuando Sor Micheline acaricia la cabeza de uno de sus jóvenes amigos sirios, se intuye que la suya sí es una experiencia a la altura de las circunstancias. La experiencia que le permite a esta maronita de carácter fuerte dedicar el día y la noche, con pasión y humor, a los que lo han perdido todo.

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