El vicio de las naciones

Editorial · Fernando de Haro
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9 junio 2024
El nacionalismo, el soberanismo, es una respuesta demasiado rápida, ante la gran pregunta que ha planteado la edad secular. La secularización nos obliga a preguntarnos qué tiene sentido.

El resultado de las elecciones de este domingo va a provocar que se hable mucho de las naciones europeas. De la necesidad de reivindicar su soberanía, de respetar sus tradiciones y su cultura. También los resultados de las elecciones en la India aumentarán las referencias a la “gran nación hindú”. Modi ha ganado pero, para sorpresa de todos, la oposición ha conseguido unos buenos resultados. Un Modi más débil será un Modi más nacionalista, más dispuesto a tolerar la persecución de cristianos y, sobre todo, de musulmanes. Modi necesita mucho nacionalismo para acallar el creciente malestar en la democracia más poblada del mundo, para ocultar su fracaso en la gestión del COVID y en la gestión económica. Después de su condena, Trump se apoyará más en su MAGA (Make America Great Again). Los ucranianos han conseguido detener el avance ruso en Jarkov. Putin necesita gasolina nacionalista para la ofensiva de este verano.

Nación, nación y más nación. Es una de las grandes diosas en el panteón de la era secular. Por eso quizás merezca la pena recuperar lo que dijo un argelino, que migró durante algún tiempo a Europa, para luego volver al norte de África.

Agustín de Hipona, orgulloso de muchas de las cosas que había hecho su gran nación, Roma, estaba convencido de que las había conseguido gracias a su virtud. La prisca virtus romana hizo posible  la grandeza primero de la República y después del Imperio. Permitió extender sus dominios hasta los límites del mundo conocido, someter a los pueblos. Era una virtud fundada en la confianza de que “vencería el amor a la patria y un ansia de gloria sin medida” (Virgilio).

La virtud nacional romana fue capaz de superar todos los vicios y ensalzar solo uno de ellos: la absolutización de la nación. Los romanos estaban dispuestos a sacrificarlo todo por ella. Y Dios les premió. Pero en el premio estuvo el castigo. Los valores nacionales les privaron de los valores eternos. Una vez que el Imperio se cristianizó la tentación no quedó superada. Agustín no quería llamar a Constantino y Teodosio emperadores felices por sus éxitos políticos (hacerse con el poder) sino porque gobernaran con justicia.

¿Qué más se le puede pedir al emperador, al gobernante, que un apoyo a las obras de los cristianos? La donación que hizo Constantino de Roma y de todo el Imperio a la Iglesia – que en realidad no se produjo más que un relato sin base histórica – no hizo del emperador mejor emperador.

El poder político, el poder nacional, -dice el africano- es una máscara y lo que interesa es lo que hay detrás: lo que existe es la persona. Por eso Roma se hizo realmente grande -por desgracia demasiado tarde-cuando reconoció que había una comunidad de seres humanos que estaba por encima de los antiguos límites nacionales.

No nos podemos llevar a error, insiste el africano, todos los estados de esta tierra son estados terrenos. También-si las hubiera- las naciones cristianas, regidas por césares cristianos, habitados por cristianos, son terrenales. No merecen una gloria sin medida.

El nacionalismo, el soberanismo, es una respuesta demasiado rápida, ante  la gran pregunta que ha planteado la edad secular. La secularización nos obliga a preguntarnos qué tiene sentido. Y el nacionalismo, la idolatría de la nación, ofrece una respuesta que tiene la forma de un “vicio”:  empequeñece la razón, destruye el misterio de los otros, solo tiene como contenido el poder. En realidad la unidad entre los hombres sólo puede construirse a partir de la pregunta sobre el sentido, en la fatiga y en el gusto que genera la búsqueda y el  encontrarse con el significado de la existencia.

 

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