Cien años de ´Dublineses´

El viaje de Joyce a las profundidades o a la nada

Cultura · Paolo Gulisano
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27 noviembre 2014
Ha pasado un siglo desde que el libro de relatos “Dublineses” hiciera aparecer en el mundo de las letras la estela de James Joyce. Se trata de una obra dotada de un extraordinario talento narrativo que cerraría definitivamente el ciclo de la novela del XIX para abrir paso a un nuevo estilo literario. Retomar “Dublineses” no solo significa abordar una obra singular y fundamental en la historia narrativa del siglo XX ni a un autor tan controvertido como genial, sino también sus lugares: ese Dublín y esa Irlanda objeto del amor/odio de Joyce, como le sucedía también con Trieste.

Ha pasado un siglo desde que el libro de relatos “Dublineses” hiciera aparecer en el mundo de las letras la estela de James Joyce. Se trata de una obra dotada de un extraordinario talento narrativo que cerraría definitivamente el ciclo de la novela del XIX para abrir paso a un nuevo estilo literario. Retomar “Dublineses” no solo significa abordar una obra singular y fundamental en la historia narrativa del siglo XX ni a un autor tan controvertido como genial, sino también sus lugares: ese Dublín y esa Irlanda objeto del amor/odio de Joyce, como le sucedía también con Trieste.

De hecho, fue en la ciudad adriática a la que Joyce se trasladó unos años en un exilio voluntario, en busca de un trabajo y de una identidad propia, humana y cultural, donde escribió la mayoría de los relatos de “Dublineses”. La ciudad de Trieste tuvo un papel prioritario en la formación de la personalidad y del ferviente imaginario del irlandés. Allí reelaboró sus recuerdos, experiencia, emociones, las controversias que había vivido en su Irlanda natal.

Dublín y Triste: tan lejanas y al mismo tiempo tan parecidas. Ambas ciudades de mar, ambas importantes núcleos comerciales, ambas –en aquella época– rebeldes desde el punto de vista político. Ambas eran, aunque por poco tiempo, los relevantes centros de dos grandes imperios, el británico y el austro-húngaro. La Dublín que Joyce dejó a sus espaldas era una ciudad que se preparaba para enfrentarse definitivamente con los ingleses. Los círculos literarios, donde destacaban lady Gregory y William Butler Yeats, querían recuperar las raíces de Irlanda, los mitos celtas y la espiritualidad medieval que llevaban siglos congelados. En cambio la Trieste a la que Joyce se mudó era una ciudad cosmopolita, una encrucijada de etnias, culturas y religiones, con predominio evidentemente italiano, pero también con componentes eslovenos y alemanes. Muy importante y significativa era la presencia hebrea en esta ciudad mayoritariamente católica, pero con un catolicismo muy distinto al tradicional de la Isla del Destino. Un catolicismo decididamente moderno y laico.

Joyce pasa por tanto de las dicotomías de su tierra –celtas contra sajones, católicos contra protestantes, tradicionalistas contra ilustrados– a un mundo cosmopolita que no duda en hacer suyo, con todas sus contradicciones. De este modo, al estilo centroeuropeo, en una Trieste que hablaba italiano pero pensaba según la lógica de Viena o Praga, Joyce empezó a confrontarse con su historia, con un crisol de ideas que tenía en su cabeza, con un imaginario que pocos años después explotaría definitivamente en su obra maestra, “Ulises”.

Acabó “Dublineses” en 1912, y entonces viajó a Irlanda para presentárselo a los editores. El resultado fue negativo. Así fue como el hijo de una Irlanda rural, la Irlanda de los condados rurales de la que procedían sus padres, la Irlanda profunda, intensa y apasionadamente católica, la Irlanda independentista hasta la muerte, dio la espalda definitivamente a su patria. Volvió a Trieste lleno de rencor y volcó posteriormente en la revisión de “Dublineses” la rabia que bullía en su corazón hacia su tierra y todo lo que representaba.

Por primera vez un artista irlandés católico entraba en una dura polémica con su propia identidad. Joyce veía las razones de los males que afligían a su patria en el retraso cultural y no en la opresión inglesa, un retraso cuya principal causa era la Iglesia católica. Joyce fue una especie de adalid del laicismo irlandés que emergería en las últimas décadas del siglo XX, tras la trágica epopeya de la independencia. El bienestar económico y el éxito de las corrientes culturales modernistas darían paso a la elaboración de un pensamiento secular y laicista que encontraría su confirmación en los medios de comunicación y en las líneas editoriales.

Desde este punto de vista, “Dublineses” es un documento histórico interesantísimo para comprender la evolución de Irlanda en el último siglo. Pero el aspecto más valioso de estos relatos está en otra parte: más allá de las raíces culturales, de la confrontación con sistemas políticos como el británico y el centroeuropeo, el mayor valor de “Dublineses” está en ser un viaje a las profundidades, casi hasta el abismo, del alma humana. En cada uno de los relatos asistimos a historias de vida cotidiana donde los protagonistas se comportan según dos esquemas preestablecidos. Frente a la realidad, con sus preguntas, sus desafíos, a veces con sus agresiones, no hay más que dos respuestas, dos actitudes: la parálisis o la huida.

La primera es principalmente una parálisis moral, causada sobre todo por vínculos morales, por la religión, que precisamente por este motivo Joyce ve como algo opresivo, mientras que la huida es consecuencia de la parálisis, consecuencia inevitable desde el momento en que los protagonistas comprenden su propia condición. Pero la huida, en la visión pesimista y trágica del autor, siempre está destinada al fracaso. Aunque huir sea inevitable en la narración por la propia técnica de Joyce, a la que se llamó “epifanía”: un detalle insignificante, un gesto, incluso una situación banal, llevan a un personaje a un visión espiritual con la que comprenderse a sí mismo y lo que le rodea.

La epifanía era la clave simbólica de la propia historia. “Dublineses” se convierte así en una sucesión de fracasos, de derrotas. De fracasos y derrotas de la vida, en un camino doloroso, trágico y –así lo parece– inevitable. Negado aquel Redentor que fue anunciado a los irlandeses siglos antes de san Patricio, a Joyce y no le queda otra opción que ser testigo de la infeliz suerte del hombre, inmovilizado e impotente, o inútilmente presa de una agitación que le lleva a huir hacia el abismo o hacia la nada.

En el otoño de 1914, mientras Europa se adentraba con inconsciente locura en la guerra más monstruosa de todos los tiempos, Joyce, lejos de todas las ideologías, tan lejos de los héroes fenianos de Irlanda como de la inminente decadencia de la espléndida civilización centroeuropea donde vivió una década, no solo representaba el drama de la vida, sino sobre todo del hombre. El estallido de la guerra llevó a Joyce a otro exilio. Lejos de la Irlanda que se preparaba para afrontar el desafío definitivo con Inglaterra, lejos de la Trieste cosmopolita que terminaría siendo italiana, se retiró a la helada y neutral Suiza, donde continuaría durante los años siguientes su viaje por los meandros del corazón humano.

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