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El último nombre

Editorial · Fernando de Haro
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2 julio 2017
Es relativamente sencillo seguir la línea que unió la semana pasada el Parlamento de Estrasburgo, el Bundestag y el Congreso de los Diputados en España. Empecemos por el final. El sábado la Cámara Europea rendía un homenaje debido a uno de los grandes refundadores de la Unión: Helmut Kohl. Sin el canciller que rigió la política alemana durante más de 15 años no se entiende casi nada. Hizo posible la unificación, apostó con ella sin reparar en gastos. Fue un auténtico gigante.

Es relativamente sencillo seguir la línea que unió la semana pasada el Parlamento de Estrasburgo, el Bundestag y el Congreso de los Diputados en España. Empecemos por el final. El sábado la Cámara Europea rendía un homenaje debido a uno de los grandes refundadores de la Unión: Helmut Kohl. Sin el canciller que rigió la política alemana durante más de 15 años no se entiende casi nada. Hizo posible la unificación, apostó con ella sin reparar en gastos. Fue un auténtico gigante.

Kohl era la encarnación de muchas de las evidencias y de las certezas de la generación de la postguerra. Empezó a hacer política en el 47 y dedicó sus estudios precisamente al resurgir de la vida política tras la II Guerra Mundial. El canciller personalizó hasta el fin del siglo pasado el sueño de que los valores cristianos secularizados, materializados en el proyecto europeo, podían permanecer en pie. El europeísmo, el occidentalismo, el hundimiento del Bloque del Este, parecían sugerirlo. Pero ya algunas décadas antes, los más avisados (Guardini) habían indicado que esos valores serían considerados pronto puro sentimentalismo.

El segundo punto de la línea es la aprobación del matrimonio homosexual en el Bundestag. Aprobación con el voto a favor de 80 diputados de los cristiano-demócratas en vísperas de las elecciones. Merkel dio libertad de voto a sus diputados porque, política realista, sabía que su defensa del matrimonio como algo propio de un hombre y una mujer era percibido por muchos como un “sentimentalismo”, cuando no como una forma de opresión.

Y llegamos al tercer punto: el Congreso de los Diputados de la Carrera de San Jerónimo. España está curada de espanto ante debates que ya parecen viejos. La derecha nada sentimental de Rajoy nunca pensó corregir la herencia socialista de Zapatero en materia de nuevos derechos. Por eso ha sido llamativa la reacción a la propuesta que ha hecho esta semana Ciudadanos, el pequeño partido en el que se apoya el PP, para dar carta de naturaleza a los vientres de alquiler. El partido naranja quiere permitir la maternidad subrogada si es gratuita. El propio PP, los socialistas y la izquierda de Podemos han rechazado la proposición. Ya veremos qué sucede en las filas del partido de Mariano Rajoy cuando comiencen los debates. No pocos de sus diputados están a favor de una propuesta como la que ha hecho Ciudadanos. De momento la mayoría de la Cámara parece suscribir la frase formulada por el líder comunista, Alberto Garzón: “ni las mujeres son máquinas de fabricar bebés ni los bebés son bienes de consumo que se pueden comprar y vender”. Curiosa situación esta en la que los comunistas recuerdan, con más decisión que la derecha, la intangibilidad de la persona y de la maternidad.

Es interesante contemplar el arco que ha trazado el movimiento en favor de la autodeterminación personal que, al menos jurídicamente, comenzó en Estados Unidos con el famoso caso Roe versus Wade de 1973. En aquel momento el Supremo determinó que el derecho a la privacidad estaba por encima de los que hasta ese momento se consideraban valores indiscutibles. Ese derecho a la privacidad o a la autonomía ha ido relegando al rincón de “lo sentimental” evidencias que erróneamente se consideraron conquistadas de una vez para siempre. Hasta que el derecho a la autodeterminación, en este caso el deseo de ser padres, ha sido percibido como una amenaza para la propia autodeterminación. Las feministas clásicas han puesto, desde luego, el grito en el cielo. ¿Puede en nombre de la autodeterminación destruirse la autodeterminación (la de la gestante)? Ya veremos cuánto dura este relativo consenso.

De momento es pista. El deseo de una mayor autodeterminación nos ha hecho irónicos respecto a cualquier gramática de lo humano. La ironía nos coloca en un plano superior de modo implícito, crea una distancia y una suficiencia irrevocable. Pero, como decía Foster Wallace en una entrevista que le hizo Larry McCaffery, “una vez que las desagradables realidades que diagnostica la ironía han sido reveladas, entonces, ¿qué hacemos?”. Parece que hay algo sobre lo que no queremos ser nada irónicos: sobre la autodeterminación personal.

Es sorprendente que todavía haya entre nosotros quien se resiste a despreciar con un sarcasmo último el deseo de libertad. No somos gente preparada para ello. Nosotros somos la generación que, como decía Bauman, no ve en el mundo más que un inmenso contenedor rebosante de objetos de consumo, y entre esos objetos están también los que piensan y sienten. Entre esos objetos estamos también nosotros, los únicos objetos con los que no se puede establecer una “relación pura” que se disuelva cuando sea insatisfactoria.

En este contexto de “ironía consumidora”, ¿qué puede significar que unos pocos, después de desmontarlo todo, consideren indisponible algo?”. “¿Qué hacemos?”, se preguntaba Wallace. Anotar el dato. Es decisivo para recomenzar. El último nombre de lo humano es libertad. Un nombre frecuente todavía en la época de Kohl y ahora ya escaso, siempre precioso.

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