El último maestro de la gran escuela española de pintura
La Fundación Mapfre avanza un paso más en su brillante trayectoria expositiva con la muestra “Zuloaga en el París de la Belle Époque (1889-1914)”, que cierra este domingo. En ella defiende la condición vanguardista, reconocida internacionalmente, de Zuloaga enfrentada al juicio negativo en su país, donde era considerado un divulgador vergonzoso de la España negra: estamos ante la “cuestión Zuloaga”.
La exposición trabaja cinco secciones: Sus años primeros en París. El círculo francés de amigos y maestros como Gauguin, Emile Bernard o Rodin. Zuloaga y sus retratos entre los famosos de este género en París. Su faceta coleccionista (El Greco, Zurbarán, Goya). La vuelta a las raíces y a los grandes maestros españoles.
Esta exposición se ha trazado el objetivo, y lo ha conseguido, de relanzar el prestigio de Zuloaga, europeo y vanguardista, gran viajero, quien vivió durante 25 años en París, al menos unos meses cada año, pues su alma inquieta le llevó a trabajar también permanentemente en Sevilla, Segovia o Zumaya, para retornar después cada año a su hogar francés en París, desde donde era proyectado con éxito hacia Europa y América.
Ignacio Zuloaga (1870-1945), natural de Eibar (Guipúzcoa), fue nieto del armero jefe de la Real Armería del Palacio Real de Madrid, e hijo de Plácido Zuloaga, el damasquinador más célebre de Europa. Se educó en Francia con los jesuitas y vivió envuelto en colecciones artísticas en su casa desde la cuna, y muy joven, con dieciséis años, decide romper los deseos de su padre, que anhelaba estudios de ingeniero para el chico, y dedicarse a la pintura. Solo su madre le apoya y le da a escondidas escasos dineros, por lo que tendrá que trabajar en lo que se tercie.
Tras copiar a los maestros del Prado, Velázquez, El Greco y Ribera, marcha con diecinueve años a una Roma decadente que le hace cambiar el rumbo hacia París, la meca del arte en aquel momento. Residirá en Montmartre, con Santiago Rusiñol entre otros, y formará parte del naciente grupo Simbolista, encabezado por Gauguin, a cuyas tertulias asistía, con Maurice Denis, Serusier, Toulouse Lautrec, etc. Se casó en París, con 29 años, con Valentine Dethomas, cartel de esta exposición, concebida en su figura romántica casi como El Caballero del Greco, en una pose realizada cuatro años antes de su compromiso. Era hermana de Maxime, amigo de Zuloaga y también pintor, quien había sugerido al pintor tomar a sus hermanas por modelos, gratuitamente, dado el escaso poder adquisitivo del artista. Valentine era hija de banqueros, de la alta burguesía parisina, lo que relacionó y promocionó a Ignacio entre las altas esfera de la ciudad.
Este gran retratista y paisajista, además de dramaturgo pictórico, retomaba a Velázquez, a Ribera, a Goya, y al Greco, al que redescubre, desempolvándolo ante la vanguardia europea y lo descubre a pintores como Modigliani, o Picasso, que se apasionó en su juventud por él.
Sus retratados, en un tamaño próximo al real, se alejaban radicalmente de los cuadritos impresionistas y posimpresionistas franceses, a pesar de su devoción por Degas, en los que las figuras no definían sus rostros. Los de Zuloaga están llenos de tensión, de interioridad, de pensamientos, de comunicación con el espectador. Por ello era considerado por toda Europa –París, Roma, Moscú, Londres…– como uno de los mejores maestros del momento, “el Velázquez del siglo del automóvil”. Solo España se avergonzaba de él.
Tras sus primeros años de residencia en París vio, con sus amigos simbolistas, que su madurez de artista era imposible en aquel ambiente. La modernidad, la revolución industrial, la vanguardia parisina artística y literaria eran aparentes y superficiales, y Zuloaga, lo mismo que Gauguin y los simbolistas, necesitaba encontrarse a sí mismo.
Ignacio buscaba una profundidad y una espiritualidad para su arte. Por ello se fue de París, regresó con veintitrés años a España y se instalará en las primaveras de Sevilla, en Alcalá de Guadaira, y más tarde también en los otoños segovianos, con su tío, el célebre ceramista Daniel Zuloaga. Será en Segovia, entre aquellas gentes, donde encontrará las raíces de nuestra cultura y la hondura de nuestro ser. Y con sus obras españolas conquistará París. Es el eslabón que enlaza el pasado con el presente según Zakouski. El secreto de hacer palpitar la humanidad, perdido desde Goya, lo ha encontrado Zuloaga, decía Desfagnes.
En Sevilla le sedujo el hechizo de sus gentes, su donaire, el gracejo y la elegancia andaluza. Y el toreo, participó en novilladas y llegó a ser gran amigo de los toreros más célebres, a los que retrató con el mismo interés que a los torerillos de pueblo. Y el cante jondo. Y el mundo gitano, apadrinó a hijos de amigos de esta etnia. El gran Zurbarán también le sedujo, con la tensión interior en figuras paralizadas y las calidades riquísimas de los tejidos.
Sus jóvenes parisinas pasean junto a la barandilla, con expresiones inquietantes o pícaras y atuendos y accesorios dignos de una revista de moda, antecedentes de Coco Chanel en trajes y sombreros. La filigrana del padre, D. Plácido, haciendo damasquinados la llevó su hijo Ignacio a las ropas deliciosas o goyescas de tantos impactantes retratos como el de Anne de Noailles, deudor de la Bendición de Jacob de Ribera y la Marquesa de Santa Cruz de Goya, pintor éste por el que también sintió pasión.
Zuloaga además adoraba la música, y estuvo próximo a los músicos españoles más célebres, Albéniz, que fue testigo en su boda, y Granados y Falla, con el que compartió la más delicada amistad, carteándose durante años, compartiendo sesiones y concursos de cante jondo. Para el Retablo de Maese Pedro, estrenada en París, diseñó Ignacio figurines, decorados y marionetas. También la cantante de ópera suiza Breval posó para el pintor y se dejó recrear en una escena de la Carmen de Bizet, que luego interpretaría con éxito en los escenarios. Finaliza este periodo parisino con los grandiosos paisajes de Sepúlveda, Ávila o Toledo, como el de su amigo el hispanista Maurice Barral, que desde un plano próximo a nosotros contempla Toledo, no sabemos si desde fuera o desde dentro del cuadro.
Cuando el pintor tiene 56 años, en 1926, en el Círculo de Bellas Artes, consigue ver su obra colgada en España, en su primera exposición para el Círculo de Bellas Artes.