El último ladrillo

Cultura · Wael Farouq
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29 enero 2016
Los muertos no enferman, solo el corazón que desborda de vida cae enfermo. Del mismo modo, según la tradición islámica, la humanidad es presa de enfermedades como el odio, la violencia, la explotación y el despotismo, que la conducen a la muerte. Sin embargo, la voluntad de vivir –la conciencia– grita tan fuerte pidiendo que la curen que al final recibe respuesta: los mensajeros y profetas que, viviendo entre la gente, encarnan esa experiencia, ese sentido y ese valor humanos necesarios para fortificar las defensas inmunitarias de la conciencia, para que salga triunfante la voluntad de vivir.

Los muertos no enferman, solo el corazón que desborda de vida cae enfermo. Del mismo modo, según la tradición islámica, la humanidad es presa de enfermedades como el odio, la violencia, la explotación y el despotismo, que la conducen a la muerte. Sin embargo, la voluntad de vivir –la conciencia– grita tan fuerte pidiendo que la curen que al final recibe respuesta: los mensajeros y profetas que, viviendo entre la gente, encarnan esa experiencia, ese sentido y ese valor humanos necesarios para fortificar las defensas inmunitarias de la conciencia, para que salga triunfante la voluntad de vivir.

Fueron los Hermanos de la Pureza –hermandad musulmana de Bassora, Iraq, en el siglo IV de la hégira (s.XI d.C.)– los que utilizaron esta metáfora, que representa a la humanidad como un enfermo afectado por varias dolencias. El médico (Dios) prescribe diversas medicinas (las religiones) para diversas enfermedades, pero si viniera a faltar una sola de estas medicinas la vida humana estaría en peligro. Según la tradición islámica, de hecho, solo la presencia del Otro garantiza la perfección humana; su ausencia, en cambio, amenaza a la civilización entera.

El discurso del odio que pretende hallar fundamento en la religión no es más que el síntoma de que la enfermedad se ha hecho incurable, porque se ha hecho con el control de la conciencia. La persona pierde su conciencia solo cuando creer poseer la verdad, en vez de ser poseído por la verdad; cuando cree ser el médico, olvidándose de su propia enfermedad, y cree no necesitar ya el perdón. Pero la fe no puede mantenerse sin perdón, porque entonces se convierte en ideología.

Cuando le pidieron al profeta Mahoma que explicara qué le distinguía de los demás profetas, él respondió: “los profetas que me precedieron y yo somos como un hombre que construyó una casa muy hermosa y la decoró, pero dejó sin colocar un ladrillo en un rincón. Las personas comenzaron a recorrerla con admiración, pero decían: ¿por qué falta aquí un ladrillo? Pues bien, yo soy ese ladrillo, el Sello de los Profetas”.

En este hadith, el Profeta no se atribuye ningún valor extraordinario. De hecho, podríamos decir que no se atribuye ningún valor en general. De hecho, hablando de sí mismo se describe simplemente como un hombre que se casa con mujeres y camina por los mercados. El valor del Profeta deriva, en cambio, de su relación con los demás profetas, de su contribución a la construcción del alto edificio de la humanidad.

Las personas, como los ladrillos o –como dice el Profeta– como las púas de un peine, son iguales. Una persona, o una sociedad, solo se distingue del resto por la contribución que presta a la civilización humana, que de otro modo no podría existir.

La fe no es el final del camino. El creyente puede ser un ladrillo de un edificio muy alto, o puede ser un ladrillo en las manos de Caín.

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