El triunfo del instinto

Lo central del film es que sitúa una concepción maniquea del ser humano en el núcleo de la experiencia artística. Al igual que el cisne blanco y el negro representan formas opuestas en El lago de los cisnes, Nina tiene un lado "correcto", perfeccionista, dócil y recatado, y otro oscuro, sensual, agresivo y letal. Esta bipolaridad, versión moderna del Dr. Jekill y Mr. Hyde, no es más que una actualización de las categorías psicoanalíticas: Nina tiene sus impulsos instintivos (el ello freudiano) reprimidos por una autocensura brutal (su superego) que tiene su origen en la interiorización de una figura materna dominante y castradora. Añádase a eso una ausencia absoluta de la figura paterna y tenemos finalmente un cóctel emocional explosivo.
Lo más discutible del film es que sitúa la expresión artística exactamente ahí: en la liberación del poder subyugador del superego en aras de una explosión de los instintos, fundamentalmente sexuales, como si se tratara de una transposición del método Stanislavski al mundo de la danza. Es evidente que el personaje de Nina necesita madurar, desprenderse del control enfermizo de su madre y romper el corsé emocional que ella misma se ha impuesto; pero supone un gran reduccionismo limitar la expresividad artística dentro de ese perímetro.
La cinta está narrada en lenguaje muy moderno: excesiva cámara en mano, una fotografía de mucho grano, montaje vibrante… y todo ello al servicio de una portentosa Natalie Portman que da lo mejor de su carrera. Aronofski abusa de las metáforas oníricas del inconsciente, que rompen el tono realista del film y subrayan un suspense casi terrorífico que ensombrece el film. En fin, una película muy personal, tan brillante en su estilo como oscura en sus propuestas.