Editorial

El sol de medianoche

España · PaginasDigital
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3 octubre 2013
En Oslo, la capital noruega, cuando arden las hogueras de San Juan, el sol no llega a la medianoche pero casi. Es por la cercanía del polo norte. Hasta cerca de las doce una luz pálida e irreal baña a las personas que andan por las calles, a las esquinas de los edificios y a los paisajes inalcanzables. Es como si quisiera mostrar el alma que esconden y que los del sur nunca vemos más que en destellos. También esa luz que no quiere nunca marcharse insinúa que hay algo detrás de las apariencias.

En Oslo, la capital noruega, cuando arden las hogueras de San Juan, el sol no llega a la medianoche pero casi. Es por la cercanía del polo norte. Hasta cerca de las doce una luz pálida e irreal baña a las personas que andan por las calles, a las esquinas de los edificios y a los paisajes inalcanzables. Es como si quisiera mostrar el alma que esconden y que los del sur nunca vemos más que en destellos. También esa luz que no quiere nunca marcharse insinúa que hay algo detrás de las apariencias.

El sol de casi medianoche de estos días en Oslo es el que ilumina muchos de los cuadros de Munch. La ciudad acoge dos magnas exposiciones del pintor para recordar el 150 aniversario de su nacimiento. Y sobre las mujeres en el puente, o sobre las que bailan, y sobre otros temas, pende el mismo sol que en las calles de la que fue Cristianía.

Munch es uno de los pocos artistas contemporáneos de finales del XIX y de comienzos del XX que se sustrae al juego puramente formal y a la deconstrucción que afecta a mucha de la pintura europea a partir del postimpresionismo. El noruego sabía lo que se cocía en la Francia de su época y deja constancia de que es capaz de dominar las nuevas “técnicas”. Pero crea su propio estilo que algunos han denominado simbolista. Y la forma, los enfoques y los colores están siempre al servicio de una gran historia.

En la Noruega postmoderna, símbolo de la tolerancia gay, paraíso del Estado del Bienestar y una de las sociedades más secularizadas de Europa (solo el 1 por ciento de la población va a la iglesia), nativos y extranjeros se agolpan para ver El Grito. Y se encuentran con el Friso de la Vida, una serie de motivos que el pintor repitió en varias ocasiones. Y allí está casi todo: la posesión, la exaltación y la ruina del amor. La melancolía abriéndose a un cielo infinito. La insoslayable pregunta que despierta el paso del tiempo. El clamor contra un horizonte ondulado. Y la muerte retratada en una estancia, en el gesto de un personaje masculino que se apoya con toda su humanidad buscando un consuelo que no encuentra, en una joven encorvada. Cada cuadro tiene ese lenguaje universal del que se pregunta, en la concreción de cada paso, cómo es posible vivir.

Munch pintó el Friso de la Vida entre los diez últimos años del XIX y los primeros del XX. Antes de la I Guerra Mundial. Cuando las grandes convicciones de un Occidente cristiano parecían estar en pie. Cuando parecía que el edificio de los valores, traducidos en ley natural, de la cristiandad occidental podía durar otro milenio más. A Munch, por lo que nos dice su obra, aquello no le bastaba. Un siglo después, todo eso se ha desmoronado. Una de las últimas piedras en caer del edificio ha sido el matrimonio. Ya tenemos, gracias a las presiones de Obama sobre el Supremo, matrimonio gay en Estados Unidos. Ya lo advertía Péguy, contemporáneo del noruego, un cristianismo sin Cristo no puede resistir.

Pero el Friso sigue ahí. Bajo el sol de medianoche, reflejando los misteriosos colores de la existencia en la sociedad más secularizada nunca conocida. Señalando el terreno y la tarea que Pèguy bien definía: hacer el cristianismo. No con doctrinas, principios o leyes, con el material de la vida.

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