El significado concreto de la libertad

Cultura · Francisco Medina
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20 mayo 2021
Ha pasado la resaca de las elecciones autonómicas del 4-M; el levantamiento del estado de alarma ha movido a verdaderas celebraciones en la plaza pública del “regreso de la libertad”. “Libertad, divino tesoro”…

No es un concepto abstracto, claro está, ni una formulación teórica o de principios morales. En realidad, es la eterna cuestión que nos aguijonea desde el comienzo de la existencia de los hombres y que guarda relación con quiénes somos: ¿qué soy yo?, ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿qué me cabe esperar? Tiene que ver con el hecho de despertar cada día y encontrarme con la realidad en la que estoy incardinado, mis circunstancias: el hogar, la calle, la oficina, la iglesia, la plaza pública. Todo ello incardinado en ese espacio intermedio entre los hombres.

Marcados como estamos por un año y medio de pandemia que ha trastocado repentinamente nuestros hábitos, esquemas y planes; que ha golpeado nuestras vidas y las de nuestros seres queridos; que nos ha confinado y nos ha aislado; subsiste, en todos nosotros –en mí–, el dato de que yo no me hago a mí mismo. Natus sum, conjugado en pasiva, indica que no elijo el momento en el que vengo al mundo, ni dónde, ni en qué lugar.

Han pasado muchas cosas desde la ruptura de la mentalidad medieval. La concepción antropocéntrica heredada del Renacimiento engendró un nuevo concepto de Razón. El concepto cristiano de la libertad llevó a un derrumbe de lo que creíamos que eran evidencias. Las fuentes de la autoridad (moral, política, religiosa) se secaron y el hombre moderno se sacudió toda referencia anterior. Libertad como posibilidades, como liberación de las estructuras de pensamiento, sociales, políticas y económicas del Antiguo Régimen: el nuevo hijo de la Ilustración nacido con la Revolución Francesa.

Y entonces empezó a bascular, entre una concepción negativa (Adam Smith, David Ricardo) –como ausencia de regulación y de coerción en las relaciones humanas y en el funcionamiento de las relaciones de intercambio– y una concepción positiva (Thoreau, Rawls, Stuart Mill…) –como instrumento para garantizar el derecho de autodeterminación y de autorrealización, de la igualdad de oportunidades, de la redistribución de la riqueza en favor de los más desfavorecidos, el de la expansión de los derechos civiles–; y a nivel cultural –que viene floreciendo en esta sociedad postmoderna–, como liberación de los individuos de las normas culturales y sociales que le habrían sido impuestas. Éste es el marco en el que, en el fondo, se mueven moralistas e individualistas.

Es innegable que, hoy día, el liberalismo –o la sociedad liberal, en cualquiera de sus acepciones– constituye no sólo el eje vertebrador de todo nuestro sistema de derechos y libertades y del entramado de nuestro ordenamiento jurídico, sino nuestro marco de referencia. Ha sido esta concepción de la libertad positiva –entendida como opciones de vida y desprovista de todo juicio moral– la que ha generado nuestro ser postmodernos, y en cuyo seno han tenido –y tienen, hoy día– lugar los debates encarnizados entre la intervención del Estado y la desregulación, y han surgido nuevos fenómenos políticos y sociales (enfoque de nuevos derechos, desinstitucionalización, globalización, puesta en cuestión de los argumentos de autoridad…), debajo de los cuales empieza a adivinarse un proceso de atomización de la sociedad, de pérdida de vínculos, de burbujas sociales, de comunidades de elección.

Los estruendos de petardos y fuegos artificiales que hemos vivido en la última campaña electoral autonómica, por la falsa contraposición entre estatalismo y libertad, podrían sustraernos del problema de fondo si prestamos demasiada atención a estas absurdas contraposiciones. En realidad, no es tanta la diferencia entre el liberalismo económico y el social o cultural, por cuanto a que sus presupuestos –y sus soluciones– vienen a coincidir en que es el individuo quien ha de buscarse su propia felicidad, construir su mundo autorreferencial porque, en el fondo, se trata de un equilibrio entre la justicia social y la libertad individual. Solución que, en el fondo, no puede obviar el hecho de que somos comunidad, somos interdependientes. Lo que implica que he de hacer cuentas, tarde o temprano, con la cuestión de la libertad: ¿qué significa que yo soy libre?, ¿que decido?, ¿qué implicaciones y consecuencias tiene mi compromiso –o mi no compromiso– con la realidad que me toca vivir?, ¿puedo romper con mi pasado, con mi identidad, o fabricarme una nueva –dejando atrás ese famoso dicho de que “la ley puede hacer todo, menos convertir un hombre en mujer”–?

La pandemia nos muestra que ni un equilibrio formal de intereses, ni la democracia formal de la que tanto habló John Rawls, ni la ampliación de derechos, ni la desregulación del mercado –o la redistribución de la riqueza–, nos salvan. No nos pone en marcha la cultura del how do you do?, sino la del encuentro, la de ser-los-unos-con-los-otros en ese espacio intermedio entre los hombres que se llama mundo, en el encontrarnos en acción, en construir algo nuevo. Imperceptible o perceptiblemente, la concepción de la libertad en la que nos movemos –somos hijos del liberalismo– va resultando insuficiente.

Quizá sea tiempo de volver a mirar aquella cita impagable que Miguel de Cervantes hacía en el Quijote y tratar de encontrar, en nuestras circunstancias, qué significa, concretamente, que la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.

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