El sentido de esta Pascua
No hablo de la Pascua por deber profesional ni porque sea una fecha que, aunque esté secularizado, marca desde siempre nuestro calendario. Incluso si este año nos vemos obligados a renunciar a la tradicional excursión del lunes de Pascua.
Hablo de ella porque este acontecimiento impone de manera inexorable el tema del final y de mi final.
Muchas veces me he encontrado y he discutido con personas que me decían que hasta el Viernes Santo, hasta ese Crucificado desfigurado en el madero de la cruz, podían llegar. Después no: la resurrección es imposible.
Pascua y coronavirus: ¿mera coincidencia?
Ya se ha hablado mucho del miedo, tal vez para exorcizarlo, pero es una tarea imposible para los recursos de la psicología humana. Se detallan, con la ayuda de la tecno-ciencia, los comportamientos que debemos tener porque el virus es un enemigo desconocido, traicionero y cambia continuamente su estrategia. Luego se plantea la perspectiva económica, que se enfrenta necesariamente a una gran preocupación por la recesión, la pérdida de empleo, la pobreza… Hasta llegar a la política. Prescindamos de su uso instrumental cuando, tal vez movidos por una denuncia justa de los problemas, se propone una solución que solo conviene al propio interés, mientras que ahora es más necesaria que nunca una amistad cívica.
Todas estas son intervenciones decisivas, pero no resuelven la soledad, el vacío ni el dolor que provoca la muerte de un ser querido. No consiguen librarnos del temor de nuestra propia muerte personal. Como tampoco mitigan la consternación frente a la enorme cantidad de hombres y mujeres que mueren, reducidos a mero número, en ataúdes apilados a lo largo de los pasillos de un hospital o en iglesias transformadas en hangares. Muertos en soledad, atendidos por enfermeros y médicos incansables, llamados a vivir una sustitución vicaria de sus familiares, a los que se les prohíbe estar presentes…
Desde los umbrales de las salidas de emergencia emerge una frustración que exige una respuesta más profunda.
¿Hay algo que pueda al menos consolarnos, aparte de darnos explicaciones, dentro de toda esta confusión? No falta la iniciativa de sacerdotes, religiosos y fieles para que, en la oración y en la caridad, no se rompa el resistente hilo que nos une a Dios. Pero eso tampoco logra sanar del todo el dolor por la falta de los gestos litúrgicos, sobre todo de la participación del pueblo fiel en la Santa Misa.
Tampoco los planes de recuperación nacional consiguen arañar la impotencia que nos sorprende cada vez que huimos de este doloroso presente, porque no podemos aguantar la mirada ante él y nos refugiamos en un futuro imprevisible.
Delante de esta inmensa tragedia, no creo que exista una persona capaz de resignarse a la idea de que la muerte es inevitable. Y dudo bastante de los que aseguran no tener problemas con la muerte. Como tampoco me convencen esos cristianos que hablan de un Paraíso evanescente al que contraponen la vanidad última de esta vida terrena y el apego a este mundo.
Entonces, ¿no hay un camino para encontrar el sentido, como significado y orientación, para vivir este hecho que hiere profundamente nuestra carne?
Lo hay. Es la Pascua, acontecimiento de muerte y resurrección.
Es impresionante releer hoy este testimonio del Papa: «Frente a un niño que sufre, la única oración que me viene es la oración del porqué. Señor, ¿por qué? Él no me explica nada. Pero siento que me mira. Y así le puedo decir: “Tú sabes el porqué, yo no lo sé y Tú no me lo dices, pero me miras y yo me fío de Ti, Señor, me fío de tu mirada».
Una Pascua no reducida a mero rito que, de este modo, no pierde nunca su belleza, incluso en las comunidades cristianas más remotas, que encarnan las miles de culturas de todo el mundo. La Pascua del Cristo vivo, muerto y resucitado por nosotros. Y no un cadáver reanimado, sino un resucitado en su cuerpo verdadero y definitivo.
Esta respuesta no pone a nuestra disposición toda la realidad del más allá. Sin embargo, como muestra la Sagrada Escritura, no faltan signos que aludan a ello, empezando por las apariciones del Resucitado.
Hay algo de lo que nadie huye: el amor. De muchas maneras, el arte occidental nos ha propuesto a lo largo de los siglos la figura de la Magdalena, que la mañana de Pascua se dirige al sepulcro para ungir el cadáver de su amado Jesús. ¿Quién más presente que el Resucitado? Sobre todo porque él, una vez más, nos confirma llamándonos por nuestro nombre, “María”, a lo que sigue solícita la respuesta “Rabbunì” (Maestro).
En este tiempo de dolor y lágrimas, el Resucitado sigue llamándonos uno a uno, como llamó a la Magdalena. Todos los hombres sienten la necesidad de esta llamada, lleguen o no a responder “Rabbunì”.
Ciertamente, el rostro de los que son llamados a la fe debe ser, como pretendía Nietzsche, un rostro de resucitado.
Lo describe bien Manzoni al final de su obra maestra, comentando la despedida del Lazareto del padre Félix:
«Y, haciendo sobre la audiencia una gran señal de la cruz, se levantó. Hemos podido referir, si no las palabras precisas, el sentido al menos, el tema de aquellas que pronunció en realidad; pero la manera en que fueron dichas no es cosa de poder describirse. Era la manera de un hombre que llamaba privilegio a servir a los apestados porque tal lo creía, que confesaba no haber correspondido dignamente porque así le parecía, que pedía perdón porque pensaba necesitarlo. Pero las gentes que habían visto a su alrededor a aquellos capuchinos ocupados únicamente en servirlos y socorrerlos, que habían visto morir a tantos, y al que hablaba por todos ser el primero en el trabajo como en la autoridad, menos cuando estuvo acometido por el mal, no podían menos que sollozar, derramar lágrimas en respuesta a semejantes palabras». Al final, solo testimonios creíbles pueden ofrecer una respuesta de sentido a la pandemia que nos golpea. Y sin duda, no faltan.
Artículo del cardenal arzobispo emérito de Milán Angelo Scola publicado en Il Foglio