El secreto de aquella revolución única

Cultura · José Luis Restán
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1 febrero 2012
Soy uno de tantos que han revivido, conmovidos, las imágenes de la gran revolución polaca a través de la película Popieluszko. No pretendo entrar en sus méritos artísticos sino en la memoria que aviva en las gentes de mi generación y, sobre todo, en las lecciones que nacen de aquella experiencia y que siguen siendo de gran utilidad para nosotros.

Frente al totalitarismo de cualquier signo hay dos diques esenciales que Polonia supo levantar, quizás como ninguna otra nación en la historia. La religiosidad auténtica y la pertenencia a un pueblo. Toda experiencia religiosa verdadera dota a quien la vive de una conciencia de su propia dignidad que se remite a la relación con el Infinito, y que por tanto no puede aceptar la esclavitud respecto de ninguna clase de poder. No es extraño que todos los proyectos de dominación ideológica hayan tratado de erradicar o al menos de controlar y domesticar la religiosidad. Jerzy Popieluszko era un sacerdote del común, físicamente débil y enfermizo, un hombre que sentía miedo y angustia (esto es algo que la película comunica con tremenda eficacia), pero era consciente de que ni las circunstancias ni el poder definían su identidad. Me vienen a la memoria estas palabras de Don Luigi Giussani que explican a la perfección el sorprendente fenómeno del capellán de los obreros de Solidarnosc: "solo en un caso este punto que es el hombre individual y concreto, sería libre… hasta el punto de que ni el mundo entero ni todo el universo podría constreñirlo; sólo en un caso esta imagen de hombre libre es explicable: si se supone que ese punto no está constituido sólo por la biología de su madre y de su padre, que posee algo que no deriva de la tradición biológica de sus antecedentes inmediatos, sino que está en relación directa con el infinito, en relación directa con el origen de todo el flujo del mundo, es decir, con Dios".

La libertad de Popieluszko y de millones de polacos se explica por su cotidiana referencia al Misterio de Cristo, conocido y amado en la hermosa tradición católica de su país. No se trata de un discurso que oponer a la ideología del Estado, sino de una auténtica experiencia de libertad que permite a las personas, a pesar de su miedo y de sus límites, estar en pie. Todo esto tiene una gran relevancia para quienes vivimos en  sociedades marcadas por el anonimato y la dispersión, en las que la opinión común es modelada desde una comunicación sin rostro, en las que la pregunta por el significado de la vida y del mundo es sistemáticamente sofocada y ridiculizada. A menor religiosidad menor libertad en la vida concreta de cada uno y en la ciudad común. Es algo que el genial maestro de la democracia, Alexis de Tocqueville, supo ver con gran agudeza en los tiempos de la fundación de los Estados Unidos. 

El otro gran dique frente al poder totalitario es la pertenencia de la gente a un pueblo. No es algo que pueda darse por supuesto; naturalmente no me refiero a una mera agregación física. Recurro una vez más a Don Giussani: "la vida de un pueblo está determinada por un ideal común, por un valor por el que vale la pena existir, esforzarse, sufrir, y si es necesario, incluso morir". Como decía San Agustín en De Civitate Dei,  "el pueblo es un conjunto de seres razonables asociado en la comunión concorde de las cosas que ama", y añadía que para conocer la naturaleza de cada pueblo hace falta mirar a las cosas que ama. De ese ideal reconocido y amado surge un ímpetu de acción, una generación de obras. Es algo que la película transmite también con gran viveza. Hoy vivimos en sociedades en las que frecuentemente falta este ideal compartido, por eso la persona se reduce frecuentemente a individuo aislado, a  merced de la opinión dominante, de los resortes del poder político o cultural.

La llamada revolución polaca nos sigue ofreciendo lecciones válidas para el presente. Hoy estamos inmersos muchas veces en la "sociedad líquida" evocada por Benedicto XVI en su visita a Venecia, marcada por lo efímero y lo voluble, donde los vínculos son cada vez más superficiales e insignificantes, donde el individualismo hace a las personas enormemente vulnerables y donde la pregunta religiosa está condenada a los márgenes de lo estrictamente privado, cuando no a las tinieblas de lo patológico. Esto significa que la libertad real (no un mero eslogan vacío) es un bien cada vez más arduo. Tocqueville ya nos lo advirtió. 

Recuperar la centralidad de la dimensión religiosa en la vida común y generar un tejido de pueblo, son dos tareas en las que se cruzan (y se encuentran) la misión de la Iglesia y el empeño sanamente laico de una sociedad que no quiera ser una mera jaula de grillos. Empecemos por abrir espacio a las grandes preguntas del hombre en la plaza pública, a mostrar el plus de humanidad, de razón y de libertad, que genera la fe cristiana. Y curémonos del espantoso individualismo que ha contaminado también las filas de los católicos. Hay algo que salta a la vista en esta película que deberíamos ver todos (jóvenes y adultos): ni los tanques, ni los interrogatorios clandestinos, ni la violencia del poder pueden ocultar que la vida es un bien, un bien compartido y transmitido, un bien que se proyecta en un ángulo abierto al Infinito.

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