El rey de la plaza
Veía esta semana la portada de una revista y en ella, una pista de fútbol que podía ser la de cualquier barrio o ciudad. En ese instante recordé esa puerta, ese banco, el lugar donde comencé a darle patadas a un balón. Ayer estuve ahí. ¿Quién no recuerda ese sitio? Todos guardamos esos recuerdos, esos goles, esos primeros intentos de hacer alguna filigrana, ese “caño”, ese partido que acababa cuando tu madre te llamaba para volver a casa.
Éramos unos cuantos, ¡qué lujo! Siempre había alguien para jugar. El fútbol del recreo en el colegio, lo retomábamos en el pueblo, los fines de semana.
Ayer, sentado en un banco de la plaza donde crecí, de repente volví a escuchar aquellas voces, el griterío de unos pequeños locos por el fútbol. También volví a recordar, esbozando una sonrisa, la bronca de aquellos abuelos que no toleraban nuestro alboroto. Y las caídas, esos rasguños acompañados de sangre que no impedían que siguiésemos jugando.
Una plaza en la que, las porterías, las formaban una enorme puerta y un banco. Así nos lo montábamos. Nos sobraba. Es un lugar que estaba hecho para nosotros. Algún coche nos obligaba a jugar en un territorio más pequeño pero nunca nos impedía jugar. Era una ley no escrita: no aparcar en la plaza.
Hoy, todos hemos crecido. Unos en la universidad, otros en sus trabajos, pero aquello terminó. Tampoco hay nuevos niños. Nuestro relevo lo han tomado los coches y el silencio. No me cambiaría por aquel tiempo pero ayer todo se detuvo en un instante prolongado. La ilusión y la pasión de aquel tiempo por darle patadas al balón, hoy permanece en otros quehaceres.
Entonces quería, como todos, ser futbolista. Al final, aquella intuición inicial tampoco estaba tan desencaminada de mi vida actual. Para mí, no es mal cambio el del balón por el micrófono de la radio para las retransmisiones deportivas. El fútbol de la plaza cesó pero vino el fútbol de la universidad que nos sigue alegrando la vida.