Editorial

El reto del califato

Editorial · Fernando de Haro
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11 julio 2016
El comienzo del tercer año del califato del Daesh, ahora en retroceso, ha estado marcado por una ola de atentados. La bomba de un suicida ha llegado hasta la ciudad santa de Medina. El ISIS golpea sus orígenes, golpea el sunismo wahabita. Los seguidores de la bandera negra han convertido el mes del Ramadán en una orgía de sangre en Bagdad (más de 300 muertos en un intervalo de pocos días), en el aeropuerto de Estambul y en Dacca (Bangladesh). Es la respuesta a los éxitos militares en la lucha contra el terror.

El comienzo del tercer año del califato del Daesh, ahora en retroceso, ha estado marcado por una ola de atentados. La bomba de un suicida ha llegado hasta la ciudad santa de Medina. El ISIS golpea sus orígenes, golpea el sunismo wahabita. Los seguidores de la bandera negra han convertido el mes del Ramadán en una orgía de sangre en Bagdad (más de 300 muertos en un intervalo de pocos días), en el aeropuerto de Estambul y en Dacca (Bangladesh). Es la respuesta a los éxitos militares en la lucha contra el terror.

El Daesh ha perdido Faluya, Ramadi, Palmira, Tikrit y Kobani. Según algunas estimaciones ha perdido el 47 por ciento del territorio que controlaba en Iraq y el 20 por ciento del que dominaba en Siria. La guerra, con todas sus contradicciones y limitaciones, lentamente, produce avances. La recuperación de terreno no lo es todo. La población sunní de Siria y de Iraq puede ver a los liberadores como unos conquistadores más crueles que los precedentes. El Gobierno de Iraq está lejos de la estabilidad. Siria sigue siendo el país de las mil guerras en la que todos luchan contra todos. Pero el giro que ha dado Turquía a su política exterior –Erdogan siempre reinventándose-, el fin de su ambigüedad con los yihadistas y la decisión de cortar sus fuentes de financiación han sido factores decisivos. Ahora el Daesh parece querer ser otra vez Al Qaeda, golpear en cualquier sitio: a los infieles, a los chiítas y a los sunníes. Habrá todavía mucho sufrimiento.

El Estado Islámico nunca fue del todo Estado ni del todo islámico. El retroceso militar y la debilidad institucional más bien hacen pensar en un sistema de terror que en una estructura administrativa clásica. Habría además un error fundacional en el propósito de Al Zarqawi, padre del Daesh, cuando anunció que se “encontraba en Iraq para darle una patria al islam y un Estado al Corán”. El propósito de recuperar el califato, perdido hace “solo” 100 años, a través de un Estado-nación similar a los occidentales, sería contradictorio con el derecho islámico clásico. Es la tesis que sostiene Wael Hallaq en su libro ´The Impossible State´. Tesis interesante que viene a añadirse a la de otros pensadores para los que el fenómeno del yihadismo y la pretensión de fundar un neo-califato no es una evolución lógica de la religiosidad musulmana y de la doctrina coránica sino más bien consecuencia de un choque. El choque entre el nihilismo y el pensamiento político occidental de una parte y una modernidad islámica que no ha resuelto sus contradicciones de otra. Para completar el cuadro de factores que explican lo ocurrido hasta ahora habría que añadir las pretensiones hegemónicas de Irán y de Arabia Saudí y los errores cometidos en la II Guerra del Golfo ahora recordados por el Informe Chilcot.

En cualquier caso, estos dos años sangrientos de califato del Daesh, con un precio altísimo, han puesto a una buena parte del islam ante sus propias contradicciones tanto en lo político como en lo cultural. No parece suficiente condenar a los yihadistas como malos musulmanes. El arco temporal que se inició con el giro que Sadat dio a su política en los años 70 toca a su fin. El presidente egipcio de los años 70 abandonó la senda de las revoluciones liberales de comienzos del XX y de las revoluciones nacionalistas de los años 50. El wahabismo político, con su utilización ideológica del islam, ha ganado desde entonces terreno hasta generar un monstruo totalitario que se devora a sí mismo. El conflicto no se puede resolver solo con un equilibrio de poderes entre el chiísmo (Irán) y el sunismo (Arabia Saudí) o con una remodelación territorial que rehaga un siglo después los acuerdos Sykes Picot. No es suficiente crear estados de una sola confesión según la fórmula de Kissinger.

El Daesh es una provocación para el mundo islámico. Sus excesos son una invitación para recuperar una exégesis histórica del Corán que no es novedosa en su tradición, para fomentar una comprensión de la sharía como referente ético y no como ley positiva –fenómeno reciente-, para aceptar ciertas distinciones entre lo político y lo religioso que tampoco son ajenas a la historia generada por Mahoma. Y, sobre todo, para desarrollar una tutela de las libertades que vaya más allá de las declaraciones formales. En el campo teórico han sido relevantes los pronunciamientos de Al Azhar en 2012 y la Declaración de Marrakech de comienzos de 2016.

Especialmente el texto de Marruecos supone un avance porque invita a explorar el concepto de ciudadanía. Pero ese avance no será firme mientras esos textos no tomen tierra y mientras no se reconozca la libertad de conversión. Sin libertad de conversión no hay verdadera libertad para el islam. Puede ser un fruto milagroso que nos regalen los mártires de la guerra y de la persecución, mártires cristianos y musulmanes.

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