El reloj del Brexit

Mundo · Antonio R. Rubio Plo
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30 enero 2020
Boris Johnson y su asesor Dominic Cummings han construido toda una épica del Brexit. Un consultor político y su cliente son capaces de marcar el rumbo de un país, incluso por encima de los poderes clásicos en una democracia. No solo ha pasado en Gran Bretaña. Está pasando también en otros países con el prestigio de ser democracias consolidadas. En cambio, en aquellas que no lo son, ni llevan camino de serlo, las sutilezas de un asesor, que plantea la política como una partida de ajedrez en continua búsqueda del jaque mate, son mucho menos apreciadas. En esos casos, el gobernante puede desarrollar una política de trazo grueso porque no le preocupa la reelección, que considera asegurada, pese a que su país tenga un sistema político nominalmente multipartidista.

Boris Johnson y su asesor Dominic Cummings han construido toda una épica del Brexit. Un consultor político y su cliente son capaces de marcar el rumbo de un país, incluso por encima de los poderes clásicos en una democracia. No solo ha pasado en Gran Bretaña. Está pasando también en otros países con el prestigio de ser democracias consolidadas. En cambio, en aquellas que no lo son, ni llevan camino de serlo, las sutilezas de un asesor, que plantea la política como una partida de ajedrez en continua búsqueda del jaque mate, son mucho menos apreciadas. En esos casos, el gobernante puede desarrollar una política de trazo grueso porque no le preocupa la reelección, que considera asegurada, pese a que su país tenga un sistema político nominalmente multipartidista.

Quienes hayan estudiado derecho mercantil recordarán aquello del dolus bonus, que legitima la publicidad y la presentación del producto justificando que el fin legítimo, el de vender, proporciona una cierta licencia para atraer al cliente. El dolus bonus se aplica hoy a la política, pues la política se ha convertido desde hace años en un producto de marketing. No es que antes no lo fuera, pero ahora se consolida y amplía la oferta por medio de la escenificación y el relato. La política entra, por tanto, en los esquemas de un guion de película o de serie televisiva. Se nos dirá que esto es legítimo y que siempre ha existido. ¿No han intentado convencer siempre los oradores a su público? Sin duda, aunque eso no es incompatible con tratar de engañarle o presentarle medias verdades. Pero, además, el resultado de la política de marketing solo puede ser la sobreactuación, una conducta tan extendida que muchas veces no sabemos si esto va en serio o no. Me da la impresión de que esto es también un método con el que el político intenta esconder su siguiente jugada. Está muy difundido hoy el político bipolar, que no por casualidad contribuye a la polarización y que se balancea entre la ética de convicción y la ética de responsabilidad, que diría Max Weber.

Mi digresión intenta comprender el último golpe de efecto de Johnson, no sabemos si solo o en compañía de Cummings. En el 10 de Downing Street habrá un reloj para la cuenta atrás del Brexit, aunque antes se quiso encomendar esa tarea al venerable Big Ben que, a fecha de hoy, continúa entre andamios, si bien ha prevalecido el sentido común y no se ha utilizado este patrimonio histórico de Gran Bretaña para validar una opción partidista que ganó un referéndum por un millón de votos de diferencia. Sin embargo, Johnson pretende hacer de la jornada del 31 de enero una especie de hito histórico, ignorando quizás que la historia no se escribe por la mera voluntad de los individuos, sobre todo si esa voluntad tiene un toque lindante en el ridículo y que será inexorablemente olvidado. El Brexit ha llegado por fin, aunque no era necesaria esa puesta en escena, ni mucho menos emitir una moneda conmemorativa. Esos detalles tienen bastante de infantilismo, de satisfacción de adolescente que ha hecho una gracia que le desata una sonrisa y alimenta su ego. Despierta en mucha gente una sensación de lástima y de vergüenza. El 31 de enero de 2020 no debería ser una fecha asimilable al 11 de noviembre de 1918 o al 8 de mayo de 1945, días de conclusión de las dos guerras mundiales, ni se merece una imagen grotesca de un político que a lo mejor le da por imitar a Churchill haciendo la V de la victoria.

Orson Welles realizó el film ‘Campanadas a medianoche’ (1965) en torno al personaje de John Falstaff, una creación de Shakespeare, con el que algunos comparan a Boris Johnson, sea por su histrionismo o por su obesidad. Falstaff es un noble amigo del futuro rey Enrique V, con quien comparte sus correrías y diversiones de príncipe de Gales, y se comporta como un bufón real con toda clase de familiaridades y excentricidades. Pese a todo, su situación, más o menos privilegiada, no se prolongará mucho. Enrique asume un día sus responsabilidades de gobierno como rey, y para Falstaff suenan las campanadas a medianoche que marcan el ocaso de su carrera social y de su vida. Hay campanadas, o artilugios electrónicos más sofisticados, que no son, pese a las apariencias, alegres sino tristes o melancólicos. El reloj de la residencia del primer ministro aspira ser un símbolo de un tiempo nuevo, pero no deja de ser un tiempo sombrío, pese a las sonrisas y el optimismo oficial. Esas “campanadas” a medianoche deberían hacer sentirse a muchos británicos más preocupados que satisfechos, salvo que solo se tenga una visión a corto plazo, tal y como acostumbra hacer el marketing político.

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