El pronunciamiento del 9 de noviembre

España · Felipe J. de Vicente Algueró
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30 noviembre 2015
El acuerdo del Parlament de Cataluña del día 9 de noviembre ha sido calificado de diversas maneras. “Acto de insurgencia” lo llamó J. Coscubiela (Catalunya Sí que es pot), “golpe de estado a cámara lenta” (Alfonso Guerra), golpe al Estado… Se parece más bien a los “pronunciamientos” del siglo XIX español que se iniciaban “pronunciando” una proclama que si tenía éxito derivaba en un cambio de gobierno y hasta de Constitución. Los “pronunciamientos” eran el primer acto de un proceso revolucionario, entendiendo por revolución la ruptura (violenta o no) contra el orden establecido y al margen del mismo. Quienes desean desconectar con España acaban haciendo una “españolada”.

El acuerdo del Parlament de Cataluña del día 9 de noviembre ha sido calificado de diversas maneras. “Acto de insurgencia” lo llamó J. Coscubiela (Catalunya Sí que es pot), “golpe de estado a cámara lenta” (Alfonso Guerra), golpe al Estado… Se parece más bien a los “pronunciamientos” del siglo XIX español que se iniciaban “pronunciando” una proclama que si tenía éxito derivaba en un cambio de gobierno y hasta de Constitución. Los “pronunciamientos” eran el primer acto de un proceso revolucionario, entendiendo por revolución la ruptura (violenta o no) contra el orden establecido y al margen del mismo. Quienes desean desconectar con España acaban haciendo una “españolada”.

Las revoluciones son, por lo general, actos de ruptura contra un orden despótico, dictatorial o absoluto. Lo extraño del caso catalán es que el acto revolucionario se realiza contra un orden democrático, constitucional y garante del Estado de Derecho, que concede a los ciudadanos catalanes idénticos derechos y obligaciones que cualquiera de los países más desarrollados del planeta. Ningún extranjero que se pasee por la Cataluña de hoy, al ver su nivel de bienestar y libertad, puede entender que se trate de un territorio “sometido” a otra potencia que lo esquilma y esclaviza.

El “pronunciamiento” es más extravagante en la medida que ignora los avances del Estado de Derecho desde sus orígenes en las revoluciones liberales del XIX. Justamente para evitar que una mayoría coyuntural cambiara a su antojo una Constitución, los modernos Estados de Derecho diferencian las leyes básicas que rigen las reglas de juego (Constitución y Estatut en este caso) de las restantes y han decidido democráticamente que cualquier modificación de las normas básicas exige mayorías reforzadas. El desprecio de este principio que rige en todos los países avanzados del mundo hace más propia del siglo XIX la asonada del 9 de noviembre, convirtiendo el Parlament en una especie de Convención nacional inspirada en la revolución francesa.

Poca gente se ha tomado en serio el “pronunciamiento” del 9 de noviembre. De ser así, se hubiera producido un estallido de entusiasmo entre los independentistas saliendo gozosos a la calle y se hubiera recurrido a algo más que a un simple trámite ante el Tribunal Constitucional. Aunque el acto en sí parece más un revival de las revoluciones decimonónicas no deja de ser significativo, pues revela el trasfondo ideológico de sus impulsores: nada menos que acometer un proceso revolucionario en pleno siglo XXI, en la Unión Europea y contra un Estado de Derecho.

La Historia enseña que los procesos revolucionarios, para llegar a buen puerto, han de poseer resortes de poder (control de las fuerzas armadas, policía, etc…), un amplio apoyo popular que supera con creces la mitad de la población o ambas cosas a la vez. Pero la “revolución catalana” arranca con menos de la mitad de la población a su favor que además está profundamente dividida. Una parte de de los votantes de Junts pel Sí probablemente no pretendían iniciar un proceso revolucionario y con su voto más bien querrían forzar al Estado a hacer concesiones. La división en el gobierno catalán y en sus votantes parece confirmar esta primera hipótesis. Argumentar que hay un mandato democrático con el 47% de los votos para una ruptura unilateral del orden constitucional es una falacia. Imaginemos una Cataluña independiente en que los partidos que defienden la unión con España obtienen el 47% de los votos y 73 diputados. ¿No invocarían ERC, Convergencia y la CUP la constitución catalana para tildar de inconstitucional tal pretensión? ¿Aceptarían este “mandato democrático” para revertir la independencia o apelarían a una “mayoría reforzada”?

Pero el “pronunciamiento” que arranca el 9 de noviembre, además de no contar con la mayoría social, peca de un problema prácticamente insoluble. El hecho es que se solapan dos procesos revolucionarios: uno político, el representado por Junts pel Sí, cuyo objetivo es la independencia, pero con el mensaje bien explícito a sus votantes de que todo lo demás seguirá igual en una Cataluña independiente. Habrá economía de mercado, libre empresa, Unión Europea (si les dejan), sociedad occidental (o sea capitalista) y, por tanto, nadie ha de temer por su negocio, su patrimonio o su seguridad. Pero hay otro modelo revolucionario: para los votantes de la CUP, la independencia no es el fin, es un instrumento para empezar de nuevo y crear una sociedad anticapitalista, asamblearia, fuera de la UE y de la OTAN.

Para que una revolución pacífica no derive en un conflicto civil, se requiere, además de un amplio apoyo social, un liderazgo que evite los maximalismos y algún factor legitimador. En 1791 la huida del rey de Francia legitimó de alguna manera la liquidación de la monarquía. En 1873 los diputados españoles, ante la abdicación de Amadeo de Saboya, se vieron legitimados para proclamar la república. Pero en el caso catalán no se da ninguno de estos elementos. El liderazgo del proceso está en manos de sectores de la burguesía (Convergencia) que, al carecer de suficiente apoyo (de tenerlo podrían formar gobierno con sus votos) necesitan la alianza con los radicales. Se repite la alianza girondinos (moderados) y jacobinos de la revolución francesa. Las dificultades que ha puesto la CUP a Mas y la humillación de éste para mendigar votos muestran las dos visiones y modelos revolucionarios, el de la revolución “burguesa” y el de la revolución anticapitalista.

La cuestión es hasta qué punto la burguesía que ha impulsado el proceso está dispuesta a pactar con los que amenazan sus negocios y patrimonio. Porque una cosa es un posible acuerdo de Convergencia a través de Junts pel Sí con la CUP y otra distinta es que los sectores sociales que han confiado en Convergencia acepten un pacto que puede perjudicarles. ¿Por una independencia que sólo mejorará algo los ingresos en el mejor de los casos (según las cuentas de Josep Borrell) vale la pena contar con los neoanarquistas? Existe el peligro de repetir la alianza de Companys con la FAI que favoreció una revolución social sangrienta y no trajo ninguna independencia a Cataluña.

Las revoluciones suelen estar envueltas en la irracionalidad del sentimiento, de la épica política. Falta el elemento realista y racional que suele ser barrido. A los moderados girondinos de 1789 les esperaba la guillotina como a los nobles contra quienes se habían rebelado. A veces la revolución devora a sus hijos. Que se lo digan a los burgueses catalanes que apoyaron a Esquerra en los años 30 del siglo pasado y tuvieron que huir en el verano de 1936. Por supuesto que ahora las circunstancias son diversas y ni habrá guillotina ni guerra civil. Pero puede haber fugas de capitales y empresas, inversiones fallidas, aislamiento internacional, inseguridad jurídica y una crisis económica de dimensiones desconocidas además de una fractura social.

Al “procés” le faltan realismo y racionalidad, sobre todo a quienes han azuzado el mantra independentista manipulando la Historia, adoctrinando desde los medios de comunicación afines y subvencionados, prometiendo Jauja sin explicar cómo. Se puede proclamar la desobediencia contra leyes españolas simplemente porque no gustan, ¿pero habrá modo de asegurar el cumplimiento de las leyes en una hipotética república catalana cuando a algún partido no le guste alguna emanada por el Parlament? Predicar la desobediencia para unos y la obediencia para mí es incoherente. Companys desobedeció la legalidad constitucional en 1934 y marcó la senda para que ni la constitución republicana ni el Estatut de 1932 se respetaran en Cataluña a partir de julio de 1936. Quienes aplaudían el 9 de noviembre el “pronunciamiento” han de saber que las leyes que protegen su patrimonio, empresa, seguridad, contratos y bienestar son españolas.

Felipe J. de Vicente Algueró es historiador y presidente de la Asociación Nacional de Catedráticos de Instituto

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