El Profeta galileo ¿por qué no hace nada?

Cultura · Javier Prades
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27 junio 2017
Una novela que hace gustar de la escritura y vuelve humano el corazón. Lástima que el título no sugiera la riqueza estremecedora que encierran sus páginas. Basta empezar a leer. Luego está hecho. Desde la primera escena hasta el final ya no hay quien lo deje.

Una novela que hace gustar de la escritura y vuelve humano el corazón. Lástima que el título no sugiera la riqueza estremecedora que encierran sus páginas. Basta empezar a leer. Luego está hecho. Desde la primera escena hasta el final ya no hay quien lo deje.

Es muy arriesgado escribir un relato sobre el relato de los relatos, la Biblia. Muy pocas veces dejo de pensar que el original supera infinitamente cualquier versión o adaptación narrativa. No me atrevo a opinar sobre las películas de argumento bíblico, aunque en general me sucede lo mismo. Quizá en la música sí quepa reconocer verdaderas obras maestras que –por decirlo de algún modo– están a la altura del guion bíblico. Victoria, Pergolesi, Bach, Mozart, Dvořák o Poulenc, entre otros, son dignos de la belleza única de la Sagrada Escritura… Pero no me quiero desviar de nuestro asunto.

El relato de la Pasión, proclamado en la liturgia de la Semana Santa, y releído en otros momentos del año litúrgico, soporta maravillosamente el paso del tiempo. No unos meses, no. Más de dos mil años. Cada vez que te acercas a él descubres un matiz de la redacción, un rasgo psicológico, una descripción del drama humano o una consecuencia para tu vida en la que no habías reparado, aunque lo lleves escuchando o leyendo desde hace 50 años. ¿Qué obra de la literatura universal se somete a una prueba semejante?

Los relatos sobre personajes bíblicos, como digo, raramente ayudan a entrar mejor en esta historia inaudita que han tejido los autores sagrados. En el siglo XX, los Misterios de Péguy, el Barrabás de Lagerkvist o el Bar Jona de Sartre, en España Jiménez Lozano… Sin duda hay excepciones de valor. Salisachs también acepta el desafío. Y no sale malparada. Elige un personaje evangélico, conocido popularmente por su nombre, Dimas “el buen ladrón”, pero cuyas andanzas hasta terminar colgado en la cruz no se narran en los evangelios.

La familia de Dimas va dibujándose resueltamente nada más empezar. Destaca la figura grandiosa de su madre, Eva, afligida por una maldición que cayó sobre el niño al nacer. Nos sumergimos en las costumbres y en la mentalidad de los judíos observantes que esperaban al Mesías. Exploramos los corazones de los personajes, sus pliegues más oscuros y sus horizontes más luminosos. Salisachs compone una trama en la que va aflorando poco a poco, aquí y allá, puras alusiones, la figura del Profeta.

Con ese bagaje a las espaldas desembocamos en los capítulos más sobrecogedores de la novela. Dimas se marchó hace años, para cumplir sus sueños y colmar su ambición. Eva queda viuda en casa. Sólo la sostiene el recuerdo de su hijo querido y la esperanza de volver a verlo. Lidia también espera su vuelta para casarse y empezar esa familia vislumbrada tantas veces a escondidas. La noticia cae sobre ellas como un martillazo: han prendido a Dimas por sus crímenes, y va a ser condenado junto con Gestas, tal es el nombre del otro ladrón que será crucificado en el Gólgota. No lo creen. No lo quieren creer. Dimas no.

Una madre desesperada busca ayuda donde sea. Es lo que han hecho siempre las madres. Sale en pos de ese enigmático Profeta del que se oye hablar. Sin resultado. Conoce a Judas, y a Juan, que le aseguran que el Profeta lo salvará; pero a Él no lo encuentra. Se arma de valor para ir a la cárcel a visitar a Dimas, detenido entre malhechores. Eva va a cumplir por fin su anhelo: ver al hijo querido. La prisión es hedionda, asfixiante. Te mareas sólo de leer. ¡Qué burla de la vida, qué desengaño frente a todas las imágenes idealizadas de aquel reencuentro! Le queda la esperanza –casi ni eso— de que el Profeta lo salve, como le habían asegurado sus discípulos que haría. Pero es que a Él lo han detenido también y lo van a juzgar. ¡Qué desilusión, qué amargura, qué soledad…! Si fuera un profeta verdadero no lo habrían podido apresar. Eva y Dimas, con Lidia, Silo, Simón de Cirene y algunos más componen un círculo de familia, de aldea. Su historia se va entretejiendo con la de otro grupo que irrumpe lentamente en el escenario. A Judas y Juan, que ya conocemos, se unen María, la madre del Profeta, otra mujer que la acompaña, Pedro, Nicodemo, José de Arimatea…

Dos detenidos, Dimas y el Profeta; dos madres, Eva y María. Dos recorridos diferentes, como paralelas que nunca se encontrarían. Y sin embargo van a coincidir en el mismo lugar, a seguir la misma vía, sobre una sola línea…

La flagelación de Dimas. La flagelación del Profeta. El olor de la sangre que corre por la columna abajo, los huesos que crujen, las muñecas desolladas, la espalda desgarrada por las puntas metálicas del látigo. No sabes si seguir leyendo o apoyarte en la pared para recuperar el aliento. Y el suplicio no ha hecho más que empezar; falta todavía recorrer el camino angustiosamente largo hasta la casa de Caifás, y de allí al Pretorio, después a la casa de Herodes. Por fin, al Gólgota. Y, en la cima, las cruces.

Dimas ha conocido hace poco al Profeta. Eva no entiende el cambio que ese galileo ha provocado en su hijo. Tampoco entiende a la otra madre, la madre del Profeta. Ella no insulta, no blasfema, no odia, no se rebela. Es como su Hijo, que “no abría la boca, como cordero llevado al matadero”. Es irritante. El Profeta no actúa. Es más, ni siquiera habla. No dice nada. ¿Así va a salvar a Dimas? Y éste es el que iba a salvar a todos los hombres…

¿Por qué? ¡Cuántos porqués esparcidos en la novela, cuánto sufrimiento y cuánto dolor en busca de respuesta! Una decepción tras otra. ¿Cabe algo más que el rencor, el miedo y el deseo de venganza? Los diálogos de las escenas finales se releen con curiosidad, con compasión, por los protagonistas y por uno mismo. No hay más solución que mirarlos a ellos. No hay teorías, no hay “idearios” preconcebidos que puedan dar respuesta a ese tormento del corazón y del cuerpo, tan destrozados el uno como el otro. Hay hechos, presencias humanas y más que humanas. Hace falta mirar a Dimas. Lidia mira a Dimas. Hace falta mirar a María. Eva mira a María. En el desenlace, hay que mirar al Profeta, en su via crucis y en la Cruz. Y ver.

Salisachs no ha emborronado el texto. El texto sagrado. Su propio dolor de madre por la pérdida de un hijo de 21 años, su itinerario personal de rebelión y de asentimiento a Dios, explican una escritura en carne viva. Por eso, nos ayuda a comprender, a levantar la mirada y a abrir el corazón –aturdido por el peso del mal propio y ajeno– ante la desconcertante modalidad con la que el Misterio que hace todas las cosas rescata del abismo del mal el sufrimiento del justo.

El diálogo de Pedro, cuando ya ha traicionado a su Maestro, con la madre de Jesús no aparece en los Evangelios. Es un prodigio, en verdad nuevo, y, al mismo tiempo, familiar. Lo mismo que el continuo diálogo interior de Eva movido por la presencia incómoda y extrañamente correspondiente del Profeta.

El relato de Mercedes Salisachs permite entrar en el drama humano tal y como se refleja en “el relato” por antonomasia. La editorial Encuentro acierta al ofrecernos en su colección literaria esta quinta edición de un libro que –a su manera– también soporta muy bien sus 51 años de vida.

M. SALISACHS, El declive y la cuesta. Ediciones Encuentro 52017.

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