El prodigio que todos esperamos

Cultura · Julián Carrón
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3 enero 2011
Páginas Digital reproduce el artículo publicado por Julián Carrón en La Razón.

«Mi vida entera ha estado atravesada por un hilo conductor, que es el siguiente: el cristianismo da alegría, amplía los horizontes. En definitiva, la vida se haría insoportable estando siempre y sólo "en contra"» (Luz del mundo, p. 23).

Estas palabras de Benedicto XVI nos lanzan un desafío: ¿qué significa ser cristianos hoy? Seguir creyendo simplemente por tradición, devoción o costumbre, retirándonos a nuestros cuarteles de invierno, no está a la altura de este desafío. Del mismo modo, reaccionar e ir a la contra para recuperar el terreno perdido es insuficiente, el Papa dice incluso que vivir así sería "insoportable". Ambos caminos – retirarse del mundo o reaccionar en contra de él – son incapaces, en el fondo, de suscitar un interés por el cristianismo, porque ninguno de los dos respeta lo que siempre será el canon del anuncio cristiano: el Evangelio. Con Jesús entró en el mundo una humanidad que fascinó a los hombres de su tiempo. Como escribe Péguy, «Él no perdió su tiempo en lamentarse de la maldad de los tiempos. Simplemente, cortó por lo sano… Hizo el cristianismo». Con Cristo entró en la historia una presencia humana tan fascinante que todo el que se encontró con ella tuvo que tomarla en consideración. Para rechazarla o para aceptarla, pero no dejó a nadie indiferente.

Hoy nos encontramos ante una «crisis de lo humano» que se documenta en un desinterés y un cansancio ante la realidad, que afecta a todos los aspectos de la vida de la gente. Es una desgracia para todos, de hecho, que las personas no pongan en juego su razón y su libertad. Precisamente en este contexto la Iglesia tiene por delante una aventura fascinante, la misma que en sus orígenes: testimoniar que existe algo capaz de despertar y suscitar un interés verdadero. «Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera». Como el poeta Antonio Machado, todos esperamos el milagro de una primavera en la que nuestra vida se vea cumplida. Y si alguien dice como el poeta que esto es un sueño, ¿por qué esperamos? Porque esta espera nos constituye radicalmente, como escribe Benedicto XVI: «El hombre aspira a una alegría que no se acabe, a un gozo que no tenga límites, anhela lo infinito» (Luz del mundo, p. 74). Sin embargo, el hombre puede decaer; el mundo puede intentar reducir su deseo de infinito minimizándolo; puede incluso burlarse de él ofreciéndole algo que le satisfaga durante un tiempo, que, sin embargo, no dura y al final le deja más insatisfecho y escéptico. La prueba de que es verdadero lo que nos fascina y despierta nuestro interés es que dura. Pero incluso las cosas más bellas decaen; lo vemos cuando amamos a una persona o empezamos un nuevo trabajo. El problema de la vida, entonces, es si existe algo que dure.

En virtud de su origen – que no es humano, aunque se muestra en los rostros de los hombres que lo han encontrado -, el cristianismo tiene la pretensión de ser portador de la única respuesta capaz de durar en el tiempo y para la eternidad. Está claro que esto no puede hacerlo un cristianismo reducido. Sabemos por experiencia que se puede hablar de la fe de manera abstracta y que esto no suscita la más mínima curiosidad. Si no se respeta la naturaleza del cristianismo tal y como entró en la historia, éste no puede encontrar arraigo en el corazón de los hombres. El cristianismo se pone a prueba siempre ante el deseo del corazón humano, y no puede evitarlo: Cristo mismo se sometió a esta prueba. Lo fascinante es que Dios, despojándose de su poder, se hizo hombre para respetar la dignidad y la libertad de cada uno. Al encarnarse, es como si dijera al hombre: «Mira a ver si, conviviendo conmigo, encuentras algo interesante que haga tu vida más plena, más grande, más feliz. Lo que tú no puedes obtener con tus esfuerzos, lo podrás tener si me sigues». Fue así desde el principio. Cuando los dos primeros discípulos le preguntaron: «¿Dónde vives?», Él respondió: «Venid y lo veréis». Su sencillez es desarmante. Dios se supedita al juicio de los dos primeros que Le encontraron. El hombre no puede dejar de comparar continuamente lo que le sucede con sus exigencias fundamentales.

Alguno podría objetar que en la época de Jesús se veían milagros, pero que en nuestro tiempo ya no se ven. No es verdad, porque esta experiencia continúa sucediendo como el primer día: cuando encuentras a personas que despiertan en ti un interés y un atractivo tales que te obligan a echar cuentas con lo que te ha sucedido. Como escribe el Papa, «Dios no se impone. (…) Su existencia se manifiesta en un encuentro que llega hasta lo más íntimo y profundo del hombre» (Luz del mundo, p. 182).

Hace unos años, un amigo mío fue a estudiar árabe a El Cairo, donde conoció a un profesor musulmán. El encuentro podría haberse desarrollado siguiendo las imágenes que cada uno tenía del otro. Pero sucedió algo inesperado: se hicieron amigos. El musulmán le preguntó por qué era cristiano, y mi amigo le invitó a Italia, donde participó en el Meeting de Rimini. Movido por el encuentro con una realidad humana diferente, quiso llevar a El Cairo la experiencia del Meeting, implicando a muchos jóvenes egipcios, tanto musulmanes como cristianos.

Recientemente, en Moscú, he conocido a algunas personas que hasta hace poco no sabían nada de la fe. La descubrieron al conocer a unos cristianos que despertaron en ellos su curiosidad. Algunos habían sido bautizados en la Iglesia ortodoxa y empezaron a interesarse por el cristianismo – cosa que no habían hecho nunca antes – gracias a unos amigos que lo vivían con intensidad y plenitud.

Éstas no son historias del pasado, sino algo que sucede ahora, en el presente.

En su reciente visita a España, Benedicto XVI nos invitó a un diálogo entre fe y laicidad. ¿Y cómo lo hizo? Indicando una presencia, un testigo, Gaudí, que con la Sagrada Familia «ha sido capaz de crear (…) un espacio de belleza, de fe y de esperanza, que lleva al hombre al encuentro con quien es la Verdad y la Belleza misma». Al hacernos contemporánea la mirada de Cristo e indicarnos la novedad que Él introduce en la vida, el Papa nos ha retado a todos: cada uno puede aceptarlo o rechazarlo. Cuando Benedicto XVI nos llama a la conversión, nos está diciendo que para testimoniar a Cristo, para hacer «transparente a Cristo en el mundo», debemos recorrer un camino humano que nos haga descubrir la pertinencia de la fe a las exigencias de nuestra vida. No sé si algún católico puede sentirse excluido de esta llamada del Papa. Yo, ciertamente, no.

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