Editorial

El proceso y los procesos

Editorial · Fernando de Haro
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29 octubre 2017
El procés se ha acabado, ahora es el tiempo de los procesos. Procés (=proceso) es la palaba que se escogió para designar todos los pasos, iniciados en 2012, que debían acabar con la independencia de Cataluña. El procés, de momento, se ha terminado. El Parlament de Cataluña aprobó el pasado viernes una declaración unilateral de independencia, votada sin una buena parte de la Cámara, en un acto sin ley, sin reconocimiento internacional y sin alegría alguna.

El procés se ha acabado, ahora es el tiempo de los procesos. Procés (=proceso) es la palaba que se escogió para designar todos los pasos, iniciados en 2012, que debían acabar con la independencia de Cataluña. El procés, de momento, se ha terminado. El Parlament de Cataluña aprobó el pasado viernes una declaración unilateral de independencia, votada sin una buena parte de la Cámara, en un acto sin ley, sin reconocimiento internacional y sin alegría alguna.

El Gobierno en Madrid, en virtud de sus prerrogativas constitucionales, similares a las de cualquier país con estructura federal, ha disuelto el Parlament, ha intervenido temporalmente las instituciones de autogobierno y ha convocado elecciones. Lo ha hecho con un amplio respaldo parlamentario y de la comunidad internacional. Las encuestas reflejan que la decisión se ha tomado con el apoyo de una ligera mayoría de catalanes. Hay en torno a un 40 por ciento, quizás algo más, que, a pesar de la falta de respeto a ley, de la falta de seriedad del procés, de la posibilidad de que condujera a algún sitio, sigue apostando por la independencia. Un dato decisivo.

La fórmula escogida por Rajoy para la intervención del autogobierno catalán es prudente. Frente a las voces que le invitaban a aprovechar la situación para modificar toda la administración autonómica, corregir años de educación nacionalista, controlar durante un largo período de tiempo los despachos y los pasillos, el presidente del Gobierno ha optado por una intervención quirúrgica que garantice elecciones rápidas, que ponga al independentismo frente a sus contradicciones y que lo polarice todo hacia los resultados electorales. Los partidos que impulsaron la república catalana ya están pensando en el modo de participar en unas elecciones “españolas”.

Ni el Estado tenía medios en Cataluña para garantizarse el éxito en una intervención profunda y prologada. Ni se puede tener la ingenuidad de pensar que un Gobierno, por estar del lado de la ley y por contar con el monopolio de la violencia, puede revertir una mentalidad.

Si eso sucede en el terreno de la política, que es el ámbito en el que el tiempo prima de forma casi absoluta sobre el espacio, ¿qué no será en el campo de la sensibilidad, del progreso de la conciencia de un pueblo, de la superación de la ideología? En política a veces se tiene la ingenuidad de pensar que el control de los mecanismos del Estado es suficiente para garantizar el cumplimiento de la ley y los principios que la inspiran. Y en el mundo prepolítico sucede algo semejante: se piensa que la existencia de la democracia presupone que están en pie los valores antropológicos que la sustentan. Bastaría enumerar esos principios con claridad, ante una circunstancia difícil, bastaría decir toda la verdad con detalle (valor de la ley, historia de unidad, etc) para que las cosas cambiaran. En realidad, la verdad no se acredita como tal porque pueda ser enunciada, sino porque pueda ser reconocida libremente como lo más conveniente donde ha sido vivida como una fuente de mortificación.

Por eso, después del procés, puede ser conveniente retomar la propuesta que este sábado hacía Francisco en el importante discurso pronunciado en la Conferencia Repensando Europa. En esa intervención el Papa invitaba, de nuevo frente al reto de los populismos, a no responder ocupando espacios “sino abriendo procesos que generen nuevos dinamismos en la sociedad”. En una Europa en la que, “a partir de los años sesenta del siglo pasado, está teniendo lugar un conflicto generacional sin precedentes”. Al entregar a las nuevas generaciones los ideales que han hecho grande a Europa, se puede decir hiperbólicamente que se ha preferido la traición a la tradición. Y “al rechazo de lo que llegaba de los padres le ha seguido el tiempo de una dramática esterilidad”. Situación en la que “los gritos de las reivindicaciones sustituyen a la voz del diálogo y encuentran así terreno fértil en muchos países las formaciones extremistas y populistas que hacen de la protesta el corazón de su mensaje político, sin ofrecer un proyecto político como alternativa constructiva”. En ese contexto de falta de memoria, Francisco ha recordado cómo hace cien años los europeos que no se reconocían como comunidad acabaron en las trincheras. “De ese evento aprendemos que quien se atrinchera detrás de las propias posiciones termina por sucumbir”, señalaba el Papa. Aunque esa trinchera esté “cavada en el lado bueno”, añadimos nosotros, si no es demasiado atrevimiento.

En Cataluña el procés se ha parado, pero la mitad de los catalanes quiere la independencia. En Alemania Merkel ha sido relegida, pero la extrema derecha se ha convertido en la tercera fuerza. En Francia Macron es presidente pero el Frente Nacional sigue ahí. En Austria los ultra están a punto de entrar en el Gobierno. ¿Alguien puede creer que una victoria política será útil en el medio y largo plazo si no se abren al mismo tiempo procesos en los que la verdad prepolítica sea algo más que un catálogo de buenos juicios y de buenos principios? Francisco citó a San Benito como ejemplo. Los procesos que abrió el fundador de Europa tardaron casi un milenio en dar frutos.

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