`El pluralismo supone un afán de aproximarse a la verdad`
Conversamos con Valentí Puig sobre su nuevo libro “Memoria o caos” (Ed: Destino), un pequeño e interesante ensayo donde el autor reflexiona acerca de la sociedad actual. El escritor afirma que “existe una mayoría silenciosa que no se deja llevar por los bandazos de la opinión publicada. Si no la vida en común ya sería un hecho imposible y no es así”.
Sin memoria no hay historia, es una de las hipótesis clave de su libro. Habla de una sociedad marcada por las modas donde las costumbres son algo perecedero. ¿En qué momento y por qué ha empezado este cambio social?
A mi entender comienza en los años sesenta del pasado siglo. De ahí arrancan los inicios de un nuevo paradigma que aún no podemos divisar por completo. Será algo decisivo para este siglo. Mayo de 1968 es una combinación de anécdota y sustancia pero –salvo el hecho capital de Checoslovaquia– todo es bastante confuso. Revueltas estudiantiles, sociedad de la abundancia, inicios de un descrédito de la autoridad, costumbres sexuales de consecuencias imprevisibles, indicios de crisis de la familia, el aula sin muros como modelo educativo, erosión del concepto de continuidad civilizatoria y de los valores de tradición cristiana. Y ahora, con el nuevo siglo, todo se ha acelerado exponencialmente. Un tuit vale lo que una oda de Píndaro.
“La aplicación banal de la idea de progreso al sistema educativo lo ha perjudicado mucho”
Francois-Xavier Bellamy habla en su libro “Los desheredados” (Ed. Encuentro) de una sociedad que ha renunciado a transmitir una cultura. ¿Podría ayudar esta hipótesis a entender este cambio de época?
Sin duda. Bellamy hace un diagnóstico muy acertado. Al mismo tiempo el eclipse de la figura del padre desubica el rol del profesor. Eso es, la transmisión de la cultura y del saber –de la tradición viva– se disloca. Estamos dándole vueltas a cuestiones propias del siglo XIX –como el nacionalismo– y no afrontamos la gran reforma del sistema educativo. Pero es que el consenso parece ahora mismo imposible porque lo que está en cuestión es el valor de ejemplaridad, unos contenidos sustanciales, el espíritu meritocrático que da energía al ascensor social. La aplicación banal de la idea de progreso –progresista– al sistema educativo lo ha perjudicado mucho y muchos padres han asumido esa mutación, tan políticamente correcta.
“Esa aceleración del cambio de costumbres es un rasgo fundamental de las dos primeras décadas del siglo XXI”
Hace varias referencias a la pérdida de la figura del padre así como a la disciplina que no a su caricatura tiránica. “Sin la autoridad del padre, no hay autoridad legítima en la sociedad, por democrática que sea […] Sin memoria familiar no hay comunidad y sin comunidad no hay ley, solo individuos atomizados, lastrados por una infancia sin norte”. ¿Esta ausencia de la figura paterna podría ser una de las causas que explica entre los jóvenes el consumo de drogas, suicidio, la generación ni-ni…?
Pensemos en los chicos que llegan a casa y se encierran en su habitación con la videoconsola o no dejan de mirar su móvil mientras cenan en familia. Ahí la crisis de la familia clásica llega a cierta exasperación, del mismo modo que una idea de la emancipación sexual absoluta ha cambiado el lenguaje y las costumbres. Esa aceleración del cambio de costumbres es un rasgo fundamental de las dos primeras décadas del siglo XXI. Es la familia sin horarios homogéneos, sin conversación a la hora de cenar. Familias sin autoridad moral, sin transmisión de experiencia vital, como puente entre pasado y futuro.
Otra de las características al hablar de la sociedad actual que observa es el victimismo. “Cuando la culpa siempre es del otro, la vida es más llevadera y políticamente rentable”. Y pone como contrapunto que el pluralismo no es una conveniencia sino una necesidad. ¿Por qué es bueno este pluralismo?
El pluralismo –pluralismo crítico, según Popper– es la posibilidad de compartir valores cohesivos. Ya podemos contraponerlo al multiculturalismo que destruye el acceso a ideas en común –por ejemplo, la tolerancia o el valor de las instituciones– y convierte nuestras sociedades en una amalgama inarticulada de guetos. El pluralismo supone un afán de aproximarse a la verdad y, en este sentido, es un contrapeso a la victimización narcisista y abolición del sentido, el relativismo. Y si nos creemos víctimas de todo, erradicamos de nuestras vidas la noción del deber y la responsabilidad. Por definición, el victimismo nos legitima como irresponsables. El victimismo nos abstiene de sentir gratitud hacia todo lo que debemos a la sociedad, a nuestros padres, a la continuidad de valores y a las grandes reformas de que ha sido capaz la humanidad.
“Sin una cierta grandeza moral no hay lideratos significativos, el arte se banaliza, la trascendencia se evapora”
Aunque quizá no sea el objetivo del libro, creo que puede ayudar a explicar el momento político que vivimos. Las políticas parecen marcadas por las ideas identitarias, los sentimientos más o menos volubles, la política se convierte muchas veces en una “performance” más que en un debate de ideas con cierta profundidad… ¿Es la sociedad la que lleva esto a la política o viceversa?
Me temo que la política sigue y no precede, es decir, carece de voluntad ejemplar. Eso sería aceptable de existir una verdadera sociedad civil, pero predomina la desintegración y eso se traslada a la política y la política lo formaliza. Es un bucle de nuestro tiempo y una de sus consecuencias en la entrada de las nuevas masas digitales –redes sociales, etc– en escena. Si leemos algunos de los clásicos de psicología de las masas, el emocionalismo y la irracionalidad siguen ahí, pero al ritmo vertiginoso que marcan los algoritmos.
Me sorprendía una escena que describe en su libro donde en la catedral de Santiago una familia armada con sus iPhone comienza frenéticamente a sacar fotos y mandarlas a sus amigos por whatsapp. Unos bancos más atrás una dama les pregunta “¿por qué no disfrutan con más quietud de la grandeza, de la belleza de este lugar?”. O como cuando describe a un editor ruso en cuyas manos cae una manuscrito de Solzhenitsin y se pone chaqueta y corbata y se pasa la noche leyendo porque es consciente de que está frente a un ejemplo de nobleza moral y de potencia literaria. ¿La belleza salvará al mundo?
La belleza, el amor, la bondad, un cierto sentido de la grandeza moral. Sin una cierta grandeza moral no hay lideratos significativos –lideratos intelectuales, élites responsables–, el arte se banaliza, la trascendencia se evapora. A eso se suma, claro, la descristianización de Europa, extendido a lo que entendemos –o entendíamos– como civilización occidental. Por eso no distinguimos entre el “rap” y Bach, entre Velázquez y un grafitero. ¿Por qué será que no han aparecido nuevos grandes escritores con la fuerza moral de Solzhenitsin?
“Yo creo que hay que comenzar por hacernos responsables de lo que hacemos, decimos o escribimos”
En una sociedad que es plural y donde las evidencias de antaño ciertamente han caído, ¿dónde encontrar valores comunes? ¿Es esta belleza que nos conmueve a todos un punto de partida?
Puede parecer muy elemental, pero yo creo que hay que comenzar por hacernos responsables de lo que hacemos, decimos o escribimos. Al mismo tiempo, respetar el pasado, desentrañar sus verdades, asumir lo mucho que le debemos a la evolución institucional, a lo que lleva existiendo desde hace tanto tiempo con el aval de la experiencia humana. Hace poco hemos votado en unas elecciones generales. ¿Éramos conscientes del esfuerzo que representa que el voto sea secreto o que las juntas electorales funcionen como relojes suizos? En definitiva, no hay que cambiar por cambiar, sino reformar cuando sea necesario. El hiperactivismo democrático es otro mal de estos días. En fin, quizás queden más valores en común de lo que suponemos porque los sustenta la gran clase media, la mayoría silenciosa que no se deja llevar por los bandazos de la opinión publicada, por los mimetismos presentistas. Si todo fuese tan disruptivo como parece, la vida en común ya sería un hecho imposible y no es así.