El periodismo es otra cosa

El paladín de la lucha contra los secretos, que quiere un mundo de casas de cristal pero esconde su propia vida, podría resultar más perjudicial que Dick Cheney y la causa contra los abusos del gobierno.
Tras la obsesión por la seguridad post 11-S, Barack Obama llegó a la Casa Blanca prometiendo una "apertura sin precedentes", proponiendo en 2009 un programa-transparencia que pretendía restablecer un sistema correcto de control del Ejecutivo. Fue un paso importante en el largo camino de una democracia adulta como la de Estados Unidos. Un camino complejo, hecho de leyes en el Congreso y sentencias en la Corte Suprema, a menudo causadas por las investigaciones de los medios de comunicación.
Todo esto dará ahora un vuelco. Se espera una campaña sobre el acceso a documentos del gobierno, un menor intercambio de informaciones entre las agencias federales, la libertad de prensa… Habrá muchas decisiones que se tomen a puerta cerrada porque la diplomacia y la inteligencia -que también sirven para disuadir de una guerra- reclaman áreas legítimas reservadas donde expresarse con sinceridad.
¿Podemos compartir entonces las palabras de un famoso reportero australiano, John Pilger: "el de Wikileaks es el mejor periodismo"? Creo que no. Es más, cuesta pensar que lo de Assange sea periodismo, incluso en la nueva perspectiva introducida por la era digital. El periodismo cuenta como protagonistas con "testimonios de expertos" capaces de valorar los hechos sobre la base de un conocimiento adquirido con el tiempo. Su punto fuerte es la credibilidad, que pasa cada día el filtro de un juez imparcial: el lector. Aquí no hubo testimonios expertos y creíbles, sólo montones de cajas de papeles.
En esto se empieza a notar el efecto Wikileaks. Si el New York Times hubiese recibido 250.000 telegramas del Departamento de Estado, habría publicado una mínima parte y después de largos análisis valorando la motivación de quien se los hubiera proporcionado. Así lo demuestra el caso de Daniel Ellsberg, con el que se ha comparado estos días, que envió al periódico de Nueva York los "Papeles del Pentágono" movido por "nobles fines morales", según ha declarado el experto en política exterior Fareed Zakaria al Corriere della Sera: el objetivo "era revelar cómo Estados Unidos seguía de manera privada una política exterior contraria a lo que afirmaba en público". Assange, sin embargo, se erige como líder de una cruzada personal contra lo que él considera la "conspiración planetaria" de los USA. Detrás de Wikileaks, según Zakaria, hay "una ausencia total de idealismo". Sus revelaciones son embarazosas pero no desvelan nada que no haya sido ya documentado por los enviados a Iraq o Afganistán.
Los periódicos, en el mejor de los casos, son otra cosa. En 2005, el New York Times reveló las escuchas telefónicas secretas que realizó Bush e investigó durante meses con máxima discreción para valorar el caso y la forma de contarlo, sin poner en peligro la seguridad nacional. El director y el editor del periódico incluso estuvieron en el Despacho Oval del presidente, que les pidió que no publicaran nada. Ellos no se plegaron e hicieron público lo que les parecía justo que debía conocerse, después de seleccionarlo todo con el método, la profesionalidad y la responsabilidad que se exige a estos profesionales.
Se trata de criterios de juicio que pueden incluso llevar a un periodista a renunciar a una exclusiva. De nuevo el New York Times, en octubre de 1962, supo de la existencia de misiles soviéticos con cabezas nucleares apuntando a Cuba, en un momento en que la Casa Blanca estaba implicada en una negociación muy delicada (y secreta) con el Kremlin para evitar un conflicto atómico. Con una dramática llamada nocturna, el presidente Kennedy consiguió convencer al periódico de que no publicara la noticia. Dos días después, Washington y Moscú llegaron a un acuerdo que salvó al mundo.
Una historia de Hollywood lo contó en una película extraordinaria, Trece días. Si sucediera hoy, con Obama a la caza de Assange, la trama del film podría ser la del mundo después de la catástrofe de La carretera de Cormac McCarthy.