El penúltimo escalón de la razón
Anoche, después de acabar con la tareas de la radio y de la tele, cruzaba la plaza de Nuestra Señora de África en Ceuta para cenar. Iba a ser, en contra de mis costumbres, una cena tardía. Ya había anochecido. Se me acercó uno de los cientos de chicos marroquíes que deambulan por Ceuta. Por señas me pidió algo para comer. No llevaba dinero, desde que empezó la pandemia solo uso tarjeta.
Me excusé como pude, me puse una mano en el corazón para disculparme y me respondió con el mismo gesto. Lo vi marcharse por la Calle Real de Ceuta. Iba a dormir al raso. No le di nada. Pero él me dio mucho al pedirme una limosna. Me dio ese momento en que te quiebras, ese bendito momento en el que dejas de ser un periodista que hace bien su trabajo, que ha llegado a tiempo, que describe lo que ve, que analiza lo que pasa. Me quebré y cuando digo que me quebré no es que tuviera un arrebato emocional, un ataque de emotividad. No se me hizo un nudo en la garganta ni me puse a llorar. Hablo de otra cosa.
El niño que me pidió limosna me dio el bendito momento en el que te implicas, en el que el búnker de tu profesionalidad neutra se abre y te sale de la cabeza una pregunta: ¿qué será de él? Es ese bendito momento en el que te das cuentas de que el destino de felicidad para el que has nacido es el mismo destino de felicidad para el que ha nacido ese chaval del que no sabes el nombre.
Es ese golpe, esa evidencia la que he visto en el Tarajal. Es por ese golpe, por esa evidencia que Luna, la voluntaria de Cruz Roja, abrazó al subsahariano negro que llegó a la playa agotado y aterido. Es por ese golpe que Juan Francisco sacó al bebé del agua, es por esa evidencia por la que los legionarios después de horas al sol trataban con ternura a los niños engañados que salían del agua.
Por eso, con sorpresa he leído las columnas de algunos sesudos analistas que a eso le llaman decadencia moral buenista o desenfoque sentimental. Descubrir que tu destino es el mismo que el de un bebé indefenso o que un chico sin techo que te pide limosna no es sentimentalismo decadente. De hecho, es el penúltimo escalón de la razón. Un abrazo en una playa al náufrago, al suplicante desconocido, es uno de los gestos más racionales, más humanos que se pueda hacer. De hecho, hace falta toda una vida para comprenderlo.