El Papa y la ONU
Es la segunda vez que ocurre algo así en lo que va de año. Desde el Comité sobre la Convención contra la Tortura de la ONU, se ha acusado al Vaticano de esconder o justificar los abusos sexuales cometidos por algunos clérigos en el pasado en distintos lugares del mundo. Las críticas llegan hasta el punto de equiparar estos casos –lamentables, pero muy aislados– a los métodos de tortura empleados por algunos Estados contra sus enemigos políticos, la materia en la que es competente este organismo. A principios de febrero, el Comité de la ONU sobre los Derechos del Niño publicó un informe en la misma línea, tan demoledor como manifiestamente injusto. El documento parecía escrito de antemano, según denunció la Santa Sede, tras comprobar que los detallados informes sobre el catálogo de medidas puestas en marchar para combatir y prevenir estos casos, presentados por su Observador Permanente ante el Comité en Ginebra (8 largas horas de comparecencia), habían sido olímpicamente ignorados. A este Comité no parecía importarle la defensa de los menores, sino más bien cambiar la doctrina de la Iglesia sobre asuntos como el aborto o la anticoncepción.
Quedaba meridianamente claro que el motivo real de los ataques es la oposición de la Santa Sede a la agenda ideológica que promueven algunas agencias de ONU, particularmente en el tercer mundo. Desde la Conferencia del Cairo sobre Población y Desarrollo, de 1994, y la Conferencia de Pekín del año siguiente, dedicada a la Mujer, determinados organismos de la ONU se amparan en términos como «salud reproductiva y sexual» o «perspectiva de género» para promover políticas contrarias a la familia o al derecho a la vida.
Paradójicamente, en las últimas décadas, la Santa Sede ha sido quizá el más ardiente defensor de las Naciones Unidas frente a quienes arremetían contra la legitimidad de esta institución. Pablo VI, Juan Pablo II (por dos veces) y Benedicto XVI se dirigieron a la Asamblea General, como clara muestra de apoyo a un foro creado para que las naciones de la tierra pudieran dirimir en él pacíficamente sus diferencias. Probablemente, Francisco acepte visitar la sede de la ONU en Nueva York en 2015, cuando acuda al Encuentro Mundial de las Familias de Filadelfia, pero ahora es la plana mayor de la ONU la que visita el Vaticano: nada menos que el Secretario General, Ban Ki-moon, y unos treinta responsables de sus agencias especializadas.
A nadie se le oculta que el momento de esta cumbre se produce en un momento crítico en las relaciones internacionales. Algunos hablan de un regreso al modelo de equilibrio de poder entre Estados, como el imperante en el siglo XIX (que terminó, por cierto, desembocando en las dos guerras mundiales). Con la anexión de Ucrania y la amenaza a otros países que formaban parte del imperio soviético, Rusia ha resucitado los fantasmas del imperialismo en Europa. En Asia, China amenaza con su creciente poderío militar a sus vecinos, y Japón coquetea con revertir su Constitución pacifista. La situación en Oriente Próximo es más caótica que nunca, y los casos de Siria e Irán demuestran que es posible desafiar impunemente a la gran potencia norteamericana, e incluso obtener suculentos beneficios por ello, si se sabe hacer esto con inteligencia.
Ha vuelto la geopolítica. O quizá, nunca se fue… Ésa es la tesis que expone Walter Russel Mead en el último número de Foreign Affairs. Tras el colapso de la URSS, Occidente –afirma– dio por supuesto que había llegado el fin de la historia. Asuntos como las disputas fronterizas, las esferas de influencia, la autodeterminación de las naciones o las bases militares habían quedado relegados por otras prioridades como el cambio climático o la liberalización del comercio. Los países de la periferia se irían incorporando poco a poco al nuevo orden mundial y, seducidos por las maravillas del progreso y del consumo, terminarían por volverse mansos pacifistas. Fuera de la Pax Americana, habría sólo rechinar de dientes, y unos pocos Estados gamberros, como Corea del Norte.
Sin embargo –apunta Mead–, lo cierto es que el modelo que siguió al fin de la Guerra Fría obedecía a una realidad geopolítica muy concreta. Era el sistema que respondía a la situación de EE.UU. como única e incontestable superpotencia. Los norteamericanos siguen siendo los principales beneficiarios de este orden internacional, pero el modelo ha empezado a mostrar serias debilidades.
El liderazgo estadounidense sigue siendo incuestionable, pero los americanos se han cansado de ejercer de policía mundial, mientras otros (en particular, los europeos) se benefician de una seguridad gratis total a costa del contribuyente americano. EE.UU. no va a frenar a Rusia (¿para qué?), mientras no traspase la línea, y ataque a algún país miembro de la Alianza Atlántica (y aun entonces, habrá que comprobar hasta qué punto está Washington dispuesto a preservar la OTAN). Obama tampoco va a llevar la democracia a Oriente Próximo, como soñaban con hacer los republicanos en la era Bush Jr. (a los americanos les basta ahora con garantizarse unos precios razonablemente baratos para el petróleo, y con saber que, con sus numerosas bases militares en la región, pueden evitar que se desborden los conflictos, o prevenir la propagación del terrorismo islamista).
Estados Unidos, simplemente, se ha cansado de garantizar el orden mundial, a menos que sus intereses se vean muy directamente afectados. Y esto da pie a que algunas potencias regionales, como China o Rusia, incapaces de competir con Norteamérica en el plano económico o en el ideológico (¿quién quiere vivir como los chinos?), recurran ahora al poder militar para obtener beneficios que, por otros medios, jamás podrían alcanzar.
La situación es altamente inestable. ¿Hasta qué punto pueden tensar esos países impunemente la cuerda? El peligro de un riesgo mal calculado es enorme. En Odessa, en Lituania, en Pyongyang o en las islas Senkaku, podría estallar en cualquier momento la chispa fatal que hiciera estallar ese gran conflicto que nadie desea.
El mundo necesita a la ONU. Pero no a esta ONU… La institución debe ser reformada, para erigirse en el centro de un nuevo sistema internacional, en el que la mayoría deje de vivir subordinada a «las decisiones de unos pocos». Hace falta una ONU con «poder efectivo» en materia de desarme o de defensa del medio ambiente, y con potestad también «para gobernar la economía mundial». Esto significa dar mayor preponderancia a cuestiones como los desequilibrios económicos en el planeta, la «seguridad alimentaria» o la regulación de «los flujos migratorios».
El diagnóstico es de Benedicto XVI; está formulado en su encíclica Caritas in veritate. Releído hoy, el realismo de esta tesis resulta incontestable. Hace falta un nuevo orden mundial en el que puedan también reconocerse los países pobres. Sólo así habrá una masa crítica de países que permitirá que quien desafíe ese orden mundial, con reglas justas y una merecida legitimidad moral, quede automáticamente aislado. Eso exige, naturalmente, una identificación total de la ONU y de todas sus agencias con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un respeto escrupuloso al principio de subsidiariedad y, por supuesto, el fin de ese colonialismo ideológico que llevan a cabo algunas agencias de la ONU. El primer mundo –dijo Benedicto XVI al inaugurar el Sínodo de los obispos sobre África– debe dejar de exportar a estos países «desechos tóxicos espirituales».
La única alternativa a esa refundación del orden internacional, en el que el Sur se sienta también miembro de pleno derecho, sería que Occidente estableciera algún tipo de inestable sistema de pactos con todas esas potencias dispuestas a desafiar su liderazgo, sabiendo que los desafíos irán progresivamente in crescendo, y que se producirán cada vez con más frecuencia situaciones que exigirán el recurso a la fuerza militar.
Habrá que elegir entre lo uno o lo otro. El sueño del fin de la historia ha terminado, aunque algunos (¡Europa!) se nieguen a despertar.