El odio a los últimos papas, una cuestión política

Mundo · Massimo Borghesi
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14 febrero 2020
En su desprecio hacia el papa Francisco, los ultras católicos anti-Bergoglio evitan incluso llamarlo por su nombre. El Papa se convierte así en “el argentino de Santa Marta”. Francisco es el “argentino” igual que Juan Pablo II era el “polaco” y Benedicto XVI, el “pastor alemán”. Estas formas de racismo clerical nos recuerdan que no es nuevo eso de que los papas sean objeto de desprecio. Sobre todo los últimos.

En su desprecio hacia el papa Francisco, los ultras católicos anti-Bergoglio evitan incluso llamarlo por su nombre. El Papa se convierte así en “el argentino de Santa Marta”. Francisco es el “argentino” igual que Juan Pablo II era el “polaco” y Benedicto XVI, el “pastor alemán”. Estas formas de racismo clerical nos recuerdan que no es nuevo eso de que los papas sean objeto de desprecio. Sobre todo los últimos.

Pablo VI, el pontífice del Concilio Vaticano II, fue objeto, por parte de los conservadores y de la derecha política, de continuos ataques, viñetas satíricas y burlas. Los conservadores de hoy solo lo recuerdan por el discurso del humo de Satanás en la Iglesia postconciliar y por la Humanae Vitae dedicada a la crítica del aborto y la anticoncepción. Más de una vez se recuerdan sus documentos sociales, empezando por la Populorum progressio.

Juan Pablo II tuvo un destino parecido. Alabado por todo el frente político que veía en él un baluarte contra el comunismo soviético, el abanderado de la liberación de Polonia de la dictadura. Fue igualmente loado por aquellos para quienes sus correcciones de las derivas marxistas de la teología eran esenciales para mantener la fe. Pero después del 89 una gran parte de los entusiastas se perdió por el camino. No agradaron ni sus críticas al capitalismo de los años 90 ni su encuentro de Asís con los representantes de las religiones del mundo, juzgado como una cesión al relativismo. Tampoco gustó su petición de perdón, en nombre de la Iglesia universal, por los errores y pecados cometidos con motivo del gran jubileo del año 2000. Para la mentalidad conservadora, la Iglesia estaba exenta de errores y pecados, no debía someterse al juicio del mundo.

La oposición más dura se manifestó en 2003-2004, con motivo de la guerra norteamericana contra el régimen de Saddam Hussein en Iraq. Vimos entonces a un Papa viejo y enfermo erigirse como un león frente al presidente Bush jr. y la idea de una cruzada cristiano-occidental contra el eje (islámico) del “Mal”. En aquella ocasión, buena parte de aquellos que apoyaron y aplaudieron al joven Juan Pablo II contra el comunismo le dejó solo. Le siguieron por su orientación política y por esa misma razón le dejaban entonces.

Como decíamos en un artículo publicado en 2003, titulado ‘El Dios de los ejércitos y el Papa soldado’, “ese mundo, extremadamente diligente al reclamar los derechos de la vida y la familia, se encuentra hoy defendiendo a Bush, considerado como el mejor intérprete del Reino del Bien, en contra del Papa; ventilando la postura de este último considerándolo en el fondo no como un ‘pacifista’ sino como un ‘Papa soldado’; marcando límites que distinguen la ‘justa’ autonomía del reino del César respecto al de Dios. El ultramontanismo se convierte así en la sustancia de una laicidad formal según la cual la conciencia cristiana representa la legitimación moral del poder mundial”. Los católicos conservadores, que hicieron de Juan Pablo II su paladín por su crítica al marxismo, la lucha contra el aborto y la defensa de la familia, en la hora decisiva le dieron la espalda y prefirieron a Estados Unidos. La ideología política, en este caso de los teocon estadounidenses, marca en cada caso una toma de distancia o, por el contrario, una cercanía al Papa.

Es la misma ideología que explica las simpatías iniciales hacia Benedicto XVI. Salvo por su decepción posterior cuando el papa Ratzinger no se comportó como el “mastín alemán” que se esperaba de él. Y arreciaron las críticas. Por no hablar de la renuncia de Benedicto, un gesto inaudito, imperdonable para los creadores del “ratzingerismo” como ideología.

A partir de 1978, año de la muerte de Pablo VI, una conspicua parte del mundo católico, decepcionada y asustada por los problemáticos resultados del post-Concilio y por la deriva filo-marxista de la ideología dominante, empezó a juzgar a los pontífices en función de su cercanía o no al poder occidental encarnado por unos EE.UU guiados por los republicanos. Es la orientación, hoy ampliamente difundida, que ha encontrado su expresión en la reciente Conferencia Nacional Conservadora, celebrada en Roma los días 3 y 4 de febrero, bajo el lema “Dios, honor, nación. Presidente Ronald Reagan, Papa Juan Pablo II y libertad para las naciones”. Para los ponentes del congreso, Viktor Orbán, Giorgia Meloni, Rod Dreher, el autor de ‘La opción benedictina.

Una estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana’, el Juan Pablo II que merece ser recordado es aquel aliado de EE.UU contra el comunismo mundial. De Reagan se pasa a Bush, senior y junior, y luego a Trump, saltando a Clinton y Obama. El poder mundial va antes que el Papa, es el modelo en virtud del cual el sucesor de Pedro será juzgado.

Al cesaropapismo de la Iglesia oriental se contrapone así un nuevo cesaropapismo de marca occidental. Los católicos “occidentalistas” juzgan hoy a Francisco de “obamiano”, un peón fuera de juego, una figura ondeante y desestabilizante. El punto que marca las distancias s la apertura hacia los pobres y migrantes, un tema social que implica valoraciones políticas. A partir de una valoración política, modulada por una orientación fuertemente conservadora, madura también la oposición “religiosa” al Papa. La crítica política precede y fundamenta la crítica religiosa. Para los que tienen una visión política orientada a la derecha, este Papa no gusta. Del mismo modo que no gustaban Juan Pablo II ni Benedicto XVI a aquellos que se orientaban a la izquierda.

La brecha entre una parte del mundo católico y los pontífices se ahonda por la prioridad concedida al juicio político sobre el religioso. Esa prioridad tiene un nombre: se llama teología política, una fórmula que indica la secularización de la fe que ha tenido lugar. Es paradójico que hoy el partido de los zelotes, de aquellos que acusan al Papa de relativismo y modernismo, represente en realidad la expresión de una metamorfosis del sensus fidei: del primado religioso al primado político. Los católicos conservadores denuncian sin cesar los resultados del proceso de secularización. El mismo Papa sería corresponsable. Y así no se dan cuenta de que ellos mismos son un producto de la era de la secularización. Se convierten en objetos de su adversario, que se muestra mucho más fuerte y hábil que sus creencias.

Encerrados en la Iglesia asediada, en perpetua lucha contra el mundo, son perfectamente funcionales para el reparto de papeles asignado por el poder. Su lugar está al lado de EE.UU e, independientemente de la política de sus gobiernos, del Estado de Israel. Se declaran soberanistas y, por tanto, adversarios del supuesto globalismo de Francisco, y no se dan cuenta de que el designio disgregador de Europa corresponde al designio de otras potencias mundiales. Están contra Europa y, al mismo tiempo, son fieles soldador de los EE.UU actuales. Los que, hoy como ayer, están contra el papa no sirven a la Iglesia a la que afirman querer servir, sino al mundo. El cesaropapismo se propaga hacia el este y hacia el oeste. Aquellos que no se dan cuenta y piensan que sencillamente están librando una batalla por el triunfo de la religión representan el mejor juguete posible en manos del poder mundial.

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