El ocaso de los dioses
Se han dado cita en nuestras carteleras tres de los titanes del cine contemporáneo. Y los tres nos han decepcionado. Paul Haggis, Paul Thomas Anderson y Stephen Frears. Al canadiense Haggis le debemos películas llenas de hondura como Crash o En el Valle de Elah; el californiano Anderson dirigió, por ejemplo, la emblemática Magnolia y la aclamada Pozos de ambición; el británico Frears, con una carrera más dilatada, tiene en su haber cintas como Las amistades peligrosas, Café irlandés o The Queen. Pero en esta ocasión las historias que dirigen carecen de verdadera sangre en sus venas, y se convierten en ocasiones desaprovechadas. Quizá ya no tengan nada que decir.
En tercera persona, de Paul Haggis, es un sofisticado y esmerado envoltorio que, una vez desenvuelto, contiene muy poco en su interior. Y ese poco, además, carece de originalidad. No hay nada más irritante que disfrazar de complejidad una idea simple, que revestir de intelectualidad y profundidad lo que no es más que un juego lleno de trampas. El envoltorio es ciertamente atractivo: una excelente dirección de actores, una convincente creación de atmósferas, una puesta en escena vigorosa. Pero el cine es una forma de contar cosas: tiene forma, pero también cosas que contar. Y lo que aquí nos cuenta Haggis es muy pobre. Un novelista separado escribe historias de amor y desamor a partir de experiencias propias o imaginadas. Eso está bien si se hace con la ligereza y poca solemnidad con la que Woody Allen utiliza tantas veces ese argumento. Pero investirlo de un dramatismo shakesperiano no deja de tener algo –o bastante– de engaño al espectador que, después de haber contenido la respiración durante dos horas descubre que el asunto no merecía desvelo alguno. Y experimenta una gran decepción, si no enfado.
Menos duro es el juicio que merece Paul Thomas Anderson por Puro vicio, adaptación de la novela de Thomas Pynchon ambientada en la California de los 70. En esta película tenemos un detective –Joaquin Phoenix– que reúne en sí todas las características imaginables del antihéroe, y que decide ayudar a su ex en un turbio caso con un magnate del imperio inmobiliario. Tanto el planteamiento narrativo, con una voz en off que cuenta y glosa lo que sucede, como lo estrambótico y extravagante de personajes y situaciones, dificultan al espectador el necesario proceso de identificación, que asiste entre asombrado y divertido a un espectáculo tan chocante como pasajero. Anderson no nos toma el pelo, pero nos ofrece un producto menor, de escaso calado dramático, con vocación de vagabundeo por los estantes de cine de culto.
Y a Stephen Frears le sucede algo parecido con Doble o nada. Una historia del mundo de las apuestas en Las Vegas en formato blandito, menor, pequeño, escaso, tímido… Dink (Bruce Willis) tiene una pequeña empresa de apuestas, y contrata a una buscavidas (Rebecca Hall) que se enamora de él, que está casado con una endurecida mujer (Catherine Zeta-Jones). La película es tan naif que provoca cierta ternura, y además todos los personajes dan una cierta lástima. Pero es todo tan pequeño, de interés tan limitado, que se puede aplaudir como una opera prima, pero no como la penúltima película de un Stephen Frears. Hay que reconocer que su elogio de la fidelidad matrimonial está tratado de una forma muy sorprendente, aunque sospecho que en los sótanos del film habita el fantasma de Frank Capra.
En fin ¿baches?, ¿películas alimenticias?, ¿momentos de descanso?… ¿o es que estos genios ya lo han dado todo y no tienen nada que decir? Habrá que esperar a sus próximas películas para saberlo.