El obispo habla a la ciudad común
La carismática figura de Scola, que hasta sus más acérrimos enemigos respetan, y las circunstancias en que fue trasladado de la sede de San Marcos a la de San Ambrosio, excitaban en este caso la curiosidad. Y el Arzobispo no ha defraudado. Su discurso es algo más que una pieza de circunstancias, de sabor local, orientado a buscar el equilibrio político. Y si el Papa ha encomendado tantas veces la tarea de traducir los contenidos de la tradición cristiana en categorías y valencias accesibles al habitante de la ciudad secularizada, aquí tenemos un ejemplo acabado.
Citando al cardenal Montini, Scola ha propuesto a la platea de ilustres conciudadanos (entre ellos el alcalde Pisapia, representante de la izquierda menos centrada) "tributarse reverencia y estima, y ofrecerse colaboración con vistas al bien común". Una colaboración que en ningún caso merma la libertad de cada parte, sino que la pone en acción para el bien del hombre. Scola ha subrayado "la neta distinción" entre el ministerio del obispo y la tarea de la autoridad civil al servicio de la polis, pero a continuación ha reivindicado que la enseñanza de los obispos pueda llegar (de hecho llega) más allá de los confines de la Iglesia, de modo que pueda ser libremente acogida por quienes lo deseen, ofreciendo una aportación útil para el conjunto de la ciudad.
Y así entra de lleno en la urdimbre de la crisis económica y financiera, sin descuidar su dimensión existencial, aquella que toca a la experiencia cotidiana de las gentes. Considera que esta crisis debe ser leída e interpretada como los dolores de un parto, como una transición dolorosa llamada a alumbrar una nueva forma de convivencia. Hace falta vivir esta condición sufriente con toda nuestra energía personal y comunitaria, porque el mañana reflejará nuestra esperanza de hoy. Y para vivir adecuadamente esta transición, reclama un ensanchamiento de la razón económica y de la razón política, que den cabida al peso de la persona y de sus relaciones. Señala que "es urgente liberar la razón económico-financiera de la jaula de la tecnocracia y el individualismo", cuyos límites hemos visto con la explosión de la crisis, y también la razón política de esa realpolitik que se convierte en mero pragmatismo y lucha por el poder.
Después Scola ofrece tres aperturas de tipo cultural especialmente sugerentes para este momento. Denuncia las consecuencias de identificar la felicidad con la mera acumulación de riqueza, pero no lo hace con el típico tono regañón y moralista, sino mostrando sus implicaciones antropológicas. Para ello cita ampliamente una reciente intervención de Benedicto XVI: "una mentalidad que se ha ido difundiendo en nuestro tiempo, renunciando a cualquier referencia a lo trascendente, se ha mostrado incapaz de comprender y preservar lo humano. La difusión de esta mentalidad ha generado la crisis que vivimos hoy, que es crisis de significado y de valores, antes que crisis económica y social. El hombre que busca vivir sólo de forma positivista, en lo calculable y en lo mensurable, al final queda sofocado."
Advierte después al mundo católico del riesgo de una secularización que lejos de hacerle más incidente en la historia le convierte en insípido y estéril. Es preciso, subraya Scola, hacer aflorar la valencia antropológica y ética necesaria para afrontar la acción social, económica y política. Y para ello pide que los católicos asuman integralmente la Doctrina Social de la Iglesia, "basada sobre principios de reflexión, criterios de juicio y directivas de acción, y no sobre alquimias partidistas".
Importante también su denuncia de la cultura del gasto y el endeudamiento sin límites, tanto por parte de los individuos y las familias, como de las administraciones. Se podría decir que la crisis actual ha manifestado una "obscenidad" en el uso de los bienes. Es preciso por tanto un cambio en los estilos de vida que pasa por la paciencia para esperar a que se realicen los propios deseos, la limitación de la avidez, el cuidado de las cosas y no su sustitución compulsiva, una mirada ponderada sobre la duración de la propia vida y el sentido de la vida eterna, y una tensión por compartir solidariamente con los otros. Signos todos ellos de una vida buena, gobernada por la virtud, que debe empezar a partir de las realidades de bien que ya están presentes, y no responder a planes utópicos. Aquí la relevancia de las familias y de las comunidades cristianas resulta esencial como factor de cohesión, de educación y de experiencia de esa vida buena verificada en las más diversas circunstancias.
El nuevo arzobispo de Milán concluye proponiendo la vía de la paz para vivir el sufrimiento cotidiano que impone la situación de crisis. Y lo hace con la enseñanza de San Ambrosio: se trata de persuadir a cada hermano, asumiendo el riesgo del testimonio personal, de que lleve adelante una práctica de paz en todas las relaciones y comportamientos cotidianos. Así esta dolorosa transición puede representar un recurso para el futuro, en lugar de un motivo para exasperar los enfrentamientos y conflictos.
Sin perder un ápice de su libertad episcopal, Angelo Scola ha mostrado que la fe cristiana genera un juicio cultural y una experiencia de vida útil para todos, incluso para los más alejados. En la culta, cosmopolita y tecnológica metrópolis milanesa, ha iniciado un diálogo basado en la razón común, que es exigencia de significado y apertura a la totalidad de lo real; en el corazón que es sed de justicia, de verdad y de felicidad. Un lenguaje que todos pueden entender, pero que a todos obliga a preguntarse por su fuente última. Una palabra que no busca la confrontación pero que pone a todos ante la necesidad de medirse con su atractivo y su verdad.