El nacimiento del arte moderno

Cultura · Mª Fe Viñarás Tundidor
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6 febrero 2013
El Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre ha decidido, en la actual situación económica, centrar sus esfuerzos en la actividad expositiva que, según el presidente de la institución, Pablo Jiménez Burillo, es una de sus señas de identidad. Lo hacen con una programación que seguramente destacará entre las mejores del año, sin perder la gratuidad y estrenándola a lo grande: con dos muestras que traen a sus salas del Paseo de Recoletos 23, de Madrid, firmas y obras impensables para estos tiempos. Comparten edificio y algunos artistas y temas, pero son independientes y con la suficiente entidad como para visitarlas y comentarlas por separado, así que vaya hoy el de una de ellas: Impresionismo y postimpresionismo. El nacimiento del arte moderno. Obras maestras del Musèe d´Orsay.

Esta exposición se presenta como la continuación de aquélla del 2010, Impresionismo: un nuevo renacimiento, también gracias a la colaboración con el Museo d´Orsay, y que provocó largas y permanentes colas a sus puertas. Aquella era una buena exposición a pesar de que su atractivo título era un señuelo inexacto. Primero, porque de sus 90 obras, solo una 3ª parte eran impresionistas. En realidad se mostraba un representativo panorama de la pintura en ese foco mundial del arte que era París, entre el primer y oficial "Salón de los Rechazados" y la última exposición impresionista (1863-1886). Segundo, porque tampoco está claro que fuera un "nuevo renacimiento". Todos aquellos artistas buscaban la renovación, no solo los impresionistas, pero incluso éstos, visto lo que surgió después, se entienden mejor como el canto de cisne de una concepción del arte nacida en el Renacimiento, que como ese renacer que postulaba el título.

Ahora sí que nos muestran en las 78 obras que han traído lo que canónicamente se considera el comienzo de la modernidad, aunque el título también hay que matizarlo, porque de impresionismo hay poco, sólo la 1º sala dedicada a la crisis del impresionismo. Todo lo demás es postimpresionismo. Pero para contar esta historia tiene que ser así, y lo hacen con todos los que son importantes, con obras representativas, algunas claves, y la mayoría poco o nunca vistas en España y que además el d´Orsay no suele prestar.

El desarrollo avanza en el tiempo a través de los clásicos capítulos en los que se suele estudiar este tema: el de la crisis del impresionismo comienza con Degás, que consideraba que su pintura no era impresionista, que no pintaba al aire libre y que mantenía que "era mucho mejor dibujar los que sólo te representas en la mente… Sólo entonces tu memoria y tu imaginación se liberan de la tiranía impuesta por la naturaleza". No faltan los ejemplos de los que verdaderamente entran en crisis, Monet, obsesionado por captar esa realidad que se reduce a unos colores que cambian a cada instante, origen de sus series de almiares, fachadas de la catedral de Rouen, puentes del Támesis ó de su casa de Giverny; y Renoir, que vuelve al dibujo y a los temas clásicos como los de Las bañistas.

Continúa con uno de los famosos padres de la modernidad, Cezanne, representado por sus tres típicos temas, paisaje, bodegón y retrato, con los que quiere pintar la naturaleza y a la vez hacerlo con cuadros sólidos "como los de los museos".

Otro que también tuvo su crisis, Pisarro, es el que inicia el siguiente capítulo con Joven campesina haciendo fuego, donde se ve como durante un tiempo adoptó plenamente las teorías divisionista del neoimpresionismo. Sus ideales anarco-socialistas también contribuyeron a su identificación con estos jóvenes, que confiaban en el progreso científico y querían construir un mundo más puro, igualitario y feliz. Esta utopía se puede reconocer en el arcádico El aire de la tarde de Cross, así como en otras obras de Seurat, Signac y Luce.

A través de la famosa pintura de Toulouse Lautrec, La payasa Cha-U-Kao, nos acercamos a esas "flores del mal" de Montmatre. A diferencia de Steinlen, sus sintéticos dibujos y composiciones, con enfoques sorprendentes, líneas ondulante y sugerente y sus colores brillantes no sólo no juzgan, sino que nos hacen mirar a esa humanidad con la que decidió compartir su corta vida, con solidaridad, compasión y un cierto sentido del humor.

El Van Gogh de París y Arlés (1886-1888) y el Gauguin de Arlés y Pont-Aven son los siguiente hitos en nuestro camino. Este último aparece con sus principales compañeros de sus estancias en Bretaña, Emile Bernard, con el que desarrollará la técnica del sintetismo, y Sérusier, del que se muestra el mítico Talismán.

Esta obra fue vista en 1888 por sus jóvenes compañeros simbolistas de la Académie Julian como una revelación, y marcó el inicio del último capítulo de esta historia: Los nabis. Probablemente menos conocidos que los anteriores, se agradece que hayan llenado dos salas con importantes obras de los principales componente de este grupo: Valloton, Roussel, Dénis, Sérusier, Ranson, Bonnard y Voillard. La última, dedicada a su interés por llevar el arte a los objetos y espacios de la vida cotidiana, y con unas características formales que nos acercan al Art Nouveau, presenta ejemplos como los cinco grandes paneles de los Jardines públicos de Vuillard y El jardín de las musas de Dénis que nos demuestran cómo se puede sugerir un mundo interior, misterioso, espiritual… con temas intrascendentes.

La exposición mantiene a lo largo de todo el recorrido un alto nivel, y permite ver mucha de las cosas que van a dar lugar en las primeras décadas del siglo XX al estallido de la modernidad. Como sería imposible hablar aquí de todas, recojo, como hipótesis de trabajo, tres aspectos que se señalaron en la rueda de prensa: 1: el avance hacia la autonomía de la obra de arte. 2: El interés y placer por el lenguaje y la misma pintura, que empieza a dejar de ser un simple medio, para convertirse en un fin en si mismo. 3: La relegación del camino de la belleza por el de la verdad.

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