El Muro de Berlín y la desesperanza
Desde el punto de vista ciudadano, mucha gente obtuvo vía libre para salir de la RDA al mundo, viajar más allá del bloque comunista, estudiar lo que desease, leer a autores prohibidos como Thomas Mann, George Orwell o hasta Shakespeare (muchos de cuyos títulos estaban censurados) o montar un negocio. Desde la perspectiva política, se trataba de la unidad de Alemania y del fin del comunismo. La estupenda noticia, sin embargo, conllevaba el peligro que advirtió Juan Pablo II: nada de lo que la sociedad occidental ofrecía a los ciudadanos del Este llenaría su corazón.
Veinte años después a los próceres occidentales se les llena la boca con palabras de elogio que idolatran nuestro hemisferio como el de la libertad. Se habla de Cuba como de la última frontera (no de China, claro) y se pretende nuestro mundo como ideal. Nadie dice que los peores temores del Papa polaco se cumplieron y que el materialismo que caracterizó al comunismo se ha asentado hoy firmemente en nuestros corazones. En palabras de Rouco Varela el pasado lunes en Madrid, describiendo los problemas españoles: "Lo que se ofrece a los jóvenes para enfocar y conformar sus vidas, a través de una alianza de poderosos medios sociales, mediáticos, culturales y jurídicos es un programa materialista de vida personal, de relación social y de proyectos de futuro, marcados por lo que Juan Pablo II no dudó nunca en llamar la cultura de la muerte".
Es bueno reflexionar sobre estas cosas. No para lamentarnos sobre las ocasiones perdidas. Sino para reconocer que la esperanza y el deseo que provocó la caída del Muro de Berlín no han sido satisfechos. En el fondo, el comunismo naciente también albergó la esperanza de colmar anhelos justos, pero ni éste ni otros sistemas calman la inquietud del corazón del hombre. No es bueno confundirse.