El mundo de Damián

Editorial · Fernando de Haro
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11 diciembre 2022
Cuando Damián diga su nombre sabrá que está refiriéndose a sí mismo como algo distinto de sus padres, de sus hermanos, del mundo en toda su extensión.

Damián tiene ya un mes. Ha vuelto a ganar peso. Nació con  2,77 kilos en la maternidad Nuestra Señora de la Altagracia, en Santo Domingo. Ha sido designado oficialmente como el habitante número 8.000 millones  de nuestro planeta. En los años 50 del pasado siglo éramos “solo” 2.500 millones. El salto ha sido considerable.

El nacimiento de Damián no ha provocado mucho pesimismo neomalthusiano. Tal vez sea porque todo el mundo sabe que el ritmo de aumento demográfico va a descender pronto, quizás también porque a estas alturas las teorías del economista y clérigo británico ya se dan por superadas. Es cierto que recursos como los alimentos son limitados. Pero crecen a medida que se demandan. En los últimos 20 años, miles de millones de personas han salido de la pobreza y, nunca hemos estado tan cerca de erradicar el hambre en el mundo.

Al llegar a la cifra “mágica” de los 8.000 millones sí han tenido más eco los discursos antihumanistas. Por sorprendente que parezca, en este mundo al que ha llegado Damián, hay quien defiende que “el hombre debe desaparecer como un rostro dibujado en la arena de una playa”. La fórmula la postulan ecologistas radicales, algunas empresas de Silicon Valley, comunas rurales… El hombre no debe considerarse, como ha hecho hasta ahora la ciencia y la religión, ni como centro ni como parte de la creación. Es una fuerza antinatural que ha roto el equilibrio primordial de la Tierra.

En esta línea, ya en 2006, David Benatar en su libro Better Never to Have Been sostenía “que la preocupación porque la humanidad no exista en el futuro es un síntoma de arrogancia y sentimentalismo”. La desaparición de los hombres no significaría gran pérdida. “¿Qué tiene de especial que en el mundo haya agentes morales y racionales?”. Es irrelevante que haya una autoconciencia que entienda la naturaleza y que se conozca a sí misma como algo diferenciado.

Otros “pensadores menos radicales” que Benatar, defienden la conciencia, pero no necesariamente individual ni necesariamente humana. El avance en el procesamiento de datos podría ser casi infinito en el futuro y generar una inteligencia cósmica, en la que el “alma individual» se identifique con el “espíritu del mundo”. Como en el panteísmo hindú. Otra solución sería trasladar la conciencia a un soporte que no sea físico o integrarla en la Inteligencia Artificial, con formas de conocimiento que no estén afectadas por el mal y la violencia, por los límites de la materia.

El antihumanismo así formulado seguramente es una extravagancia de intelectuales. Pero refleja lo que está en el aire: un resentimiento hacia el yo (admitir un sujeto personal con conciencia significa admitir algo dado); un nihilismo que ha dejado de ser trágico y que se expresa como sumisión a la razón técnica o tecnológica. Parece que el único yo posible es el yo político, el de una identidad fragmentada, de derechas o de izquierdas, que se concibe como protagonista de alguna forma de hegemonía o de subordinación.

Dentro de cinco años, cuando Damián diga su nombre sabrá que está refiriéndose a sí mismo como algo distinto de sus padres, de sus hermanos, del mundo en toda su extensión (juguetes, pájaros, pasteles, pelotas…). Puede crecer sin estar resentido, sin desear desaparecer de la biosfera y de lo que genera la biosfera, sin aspirar a fundirse con una inteligencia universal. Solo es necesario que alguien, a su lado, le haga caer en la cuenta de la sorpresa y la curiosidad que despiertan en él los juguetes, los pájaros, los pasteles, las  pelotas… La sorpresa y la curiosidad por estar ya armado, ya en la vida, ya deletreado, antes de despertarse. ¡Damián tienes por delante un mundo apasionante, un misterio por descubrir!

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