El mundial y la globalización
La selección de fútbol de España ha llegado al Mundial de Rusia 2018. Una selección nacional cuyo entrenador fue cesado fulminantemente, por haber anunciado urbi et orbe su fichaje por el Real Madrid antes del comienzo de aquel.
Todos han demostrado muy poca clase en estos hechos y, sobre todo, todos han demostrado que el poder, la gloria y el dinero siguen siendo tres estatuillas de barro ante las que aún los hombres se postran, esclavos de sus deseos. Estos dioses campan a sus anchas por nuestra sociedad, y venden camisetas a nuestros chavales y no tan chavales.
El fútbol emerge como deporte de la globalización, de la nueva cultura planetaria. Un amigo que ha trabajado en África para Naciones Unidas me decía hace tiempo que le seguía impresionando ver en Sudán a un chaval de 5 años con una camiseta de Messi. Es que el deseo de estar juntos, de alegría, de disfrutar del cuerpo echando una carrera, del esfuerzo, de ganar, de mejorar, de estar en compañía… es humano.
Rusia ha demostrado que está a la altura de la propaganda. A pesar de ser un estado autoritario, de haber invadido un país vecino y europeo, de amenazar el Báltico y de “ciber-interferir” en los procesos electorales de media Europa, esto no le ha penalizado, pues tal vez las opiniones públicas occidentales toleran más aquello que no poder participar en un mundial de fútbol.
En pocos años, le toca a Qatar, y en las olimpiadas, ya vimos China. De un tiempo a esta parte, deportes de impacto mundial son cada vez más utilizados por las satrapías del mundo y por las democracias socio-liberales, por su gran impacto mediático.
Son un nuevo campo de batalla de la geopolítica del deporte que los que vamos peinando algunas canas recordamos de los tiempos de la guerra fría. El fútbol es el nuevo campo de batalla estos días de la guerra soterrada de los estados nacionales. En su doble vertiente. Sirve internamente para mantener vivo un sentido de pertenencia y de orgullo tribales, mientras se “olvidan” problemas sociales graves y de convivencia, y externamente sirve para abordar la globalización desde una óptica netamente neo-imperialista, por tanto, realista, nada idealista y hegemónica.
Marcas, multinacionales del deporte y la FIFA emergen como actores globales, junto a las selecciones nacionales de los estados –esas abstracciones territoriales que conviven con las ciudades–, da igual el tipo de estados que sean.
Supongo que el tiempo dirá si seguiremos disfrutando de selecciones nacionales, o si disfrutaremos de mundiales de ciudades, o mejor dicho, de megametrópolis. Pero sobre todo, tenemos que acercarnos a este fenómeno del mundial con cuidado.
Disfrutemos de las tácticas, del poderío, del señorío, de las marrullerías, de los goles, de las carreras, de las emociones, pero sin olvidar que no se trata ya de un juego de niños o de un juego de idealistas. Se trata de poder, y del poder de los datos de cientos de millones de consumidores potenciales. Se trata del néctar del opio más dulce, el deporte.
Mounsieur Jules Rimet ayudó a fundar la FIFA en París en 1904 y, tras la Gran Guerra, en 1921, se convirtió en su presidente por 33 años. En 1928 creó la Copa del Mundo, que se jugó en Uruguay por vez primera en 1930, motivado por sus ideales humanistas pues verdaderamente creía que el deporte podía unir al mundo. Por esta razón fue nominado en 1956 a Premio Nobel de la Paz. Su nieto hoy declara en la prensa internacional que su abuelo “se habría sentido decepcionado en la actualidad al ver que el fútbol se ha convertido en un negocio dominado por el dinero” y, añado, por la geopolítica de los interés nacionales.
Con lo bien que se acomodaría el fútbol a las premisas básicas de la diplomacia de la paz: (1) reglas consensuadas, (2) árbitro que las hace cumplir, y (3) jugadores que se respetan y las respetan.