El movimiento del péndulo

Cultura · Alver Metalli
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18 junio 2021
Se habla mucho del después de la cuarentena en América Latina, cuando la pandemia pueda ser, si no archivada, al menos domesticada. Es una perspectiva más o menos lejana según los países pero algunos ya imaginan cómo será el nuevo mundo, qué cosas dejaremos de hacer igual y qué cambiará para siempre.

“Ya no seremos los mismos”, decía un reconocido pensador argentino, representando el parecer de muchos por otras latitudes, enumerando después el listado de transformaciones que a su juicio serán irreversibles. El artífice del cambio inevitable –y en algunos casos deseado– es el miedo que acecha a la existencia individual y colectiva.

El razonamiento subyacente considera la naturaleza como algo mutable, que se adapta a los hábitos. Para que algo cambie de verdad –se argumenta sin explicitarlo– hace falta que algo diferente impulse los comportamientos humanos con una potencia extraordinaria, pero eso tampoco permite saltarse los mecanismos evolutivos que, mirados con los ojos de este mundo, siguen la ley suprema de la graduación.

Hay mucho de verdad en este modelo de pensamiento. ¿Qué sino el miedo que atraviesa la existencia individual y colectiva puede dar este impulso al cambio? ¿De verdad puede generar efectos duraderos en el comportamiento de los seres humanos? ¿Esos mimos que se han visto sacudidos por la primera pandemia global de la historia, que tampoco se puede comparar con la Segunda Guerra Mundial, por extensión y capilaridad?

En medio de otra pandemia que sacudió toda Europa, Rainer Maria Rilke se preguntaba si “es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie”. La duda del escritor austriaco en sus Cartas a un joven poeta de hace casi un siglo suena más actual que nunca.

El miedo pasa, la amenaza a la existencia tal como la conocemos pasará con él, y el péndulo que oscila entre ambos extremos volverá a su puesto, cerrando el arco de su balanceo cerca, muy cerca, del punto en el que empezó.

Mientras leía esa autorizada opinión que nos imagina diferentes en el futuro, mi pensamiento corrió hacia los ejemplos de entrega que he podido ver en estos tiempos tan amenazantes, a la otra fuerza que he visto en acción en los suburbios populares de Buenos Aires, que empuja a mucha gente a buscar el bien de los demás en un momento de confusión generalizadas. El Papa los llama “los santos de la puerta de al lado”, esos que son capaces de perder la vida sirviendo al prójimo, en el sentido literal de la palabra, al que tienen al lado, a su vecino, al que vive en el mismo barrio, al anciano que se encuentran de vez en cuando, a la familia numerosa.

Borges, el escritor argentino por antonomasia, escribía en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. En esta situación de peligro por la propia integridad, he visto a muchas personas de barrios pobres que descubren quiénes son, que toman conciencia de que son capaces de algo que supera y trasciende la lucha existencial que libran todos los días, experimentando que dedicarse al bienestar del otro hace bien al otro y a uno mismo. “Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya”, escribe casi al final de su vida otro literato argentino, Ernesto Sábato. En su libro La resistencia decía: “Hay algo que no falla y es la convicción de que —únicamente— los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana”. Camus, el ateo Camus, observaba que “cuando se ha tenido la suerte de amar con fuerza, se pasa uno la vida buscando nuevamente ese ardor y esa luz”. Indicaba, quizá sin saberlo, un principio de una durabilidad mayor que el miedo, que tarde o temprano paraliza el movimiento del péndulo cerca de su punto de partida: el amor.

L’Osservatore Romano

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