Editorial

El miedo que nos hace rehenes

Editorial · Fernando de Haro
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2 marzo 2020
El desafío, más económico que sanitario, del coronavirus ha provocado que haya pasado bastante inadvertido el nuevo movimiento masivo de refugiados. Un acontecimiento que, de forma indirecta, ha puesto de manifiesto la desaparición del hombre europeo, al menos tal y como lo entendíamos hasta ahora. El casi millón de personas que han huido de la provincia de Iblid hacia el norte de Siria, después de nueve años de guerra en el país y de la última ofensiva de Assad, el enfrentamiento entre dos potencias de tipo medio (Rusia y Turquía) en la carne de los sirios, la utilización de los que se han quedado sin casa ni país como herramienta de presión por parte de Erdogan son acontecimientos más letales que la propagación del COVID-19.

El desafío, más económico que sanitario, del coronavirus ha provocado que haya pasado bastante inadvertido el nuevo movimiento masivo de refugiados. Un acontecimiento que, de forma indirecta, ha puesto de manifiesto la desaparición del hombre europeo, al menos tal y como lo entendíamos hasta ahora. El casi millón de personas que han huido de la provincia de Iblid hacia el norte de Siria, después de nueve años de guerra en el país y de la última ofensiva de Assad, el enfrentamiento entre dos potencias de tipo medio (Rusia y Turquía) en la carne de los sirios, la utilización de los que se han quedado sin casa ni país como herramienta de presión por parte de Erdogan son acontecimientos más letales que la propagación del COVID-19. Constituyen un nuevo capítulo de una crisis de desplazados que revela el rostro más sombrío de una Europa que optó por una subcontratación del problema. Ahora llegan los recibos. El europeo para el que ya no es evidente el valor de acoger al que huye de la guerra, al que le da miedo el extranjero, el que sospecha del otro que necesita ayuda porque no tiene clara su identidad, el que acaricia sueños de soberanismos imposibles, presionó a sus líderes en 2015 para rechazar cualquier fórmula que no fuera dejar a los refugiados fuera de las fronteras de la UE. El cambio que tuvo que hacer Merkel en su política fue muy significativo. La canciller alemana se vio obligada a modificar sus primeras decisiones. Y hubo, por eso, en 2017 un acuerdo con Libia, Estado fallido y conculcador de derechos humanos, para frenar a los migrantes económicos. Y antes un acuerdo con Turquía, en 2016, para contener a los refugiados sirios a cambio de 6.000 millones de euros.

Ahora, cuando se hace de nuevo evidente que la guerra infinita de Siria no fue nunca una guerra civil, cuando la lucha por la hegemonía entre Moscú y Ankara en la provincia de Iblid está abierta, se desvelan las consecuencias de la escandalosa falta de implicación de Europa y de Estados Unidos en una solución al conflicto. Salen a la luz las raíces culturales de un problema que desvela la debilidad de Occidente.

Iblid ha sido durante mucho tiempo una obsesión para la familia Assad. Ya en los años 70 y 80 del pasado siglo, la provincia fue el lugar desde que se llevó a cabo una intensa resistencia al régimen de Damasco. Desde el inicio de las protestas de la oposición en 2011, luego colonizadas por el yihadismo, Iblid volvió a ser una de las zonas de más dura insurgencia. La ofensiva de Bashar al Assad tiene como objetivo reducir el que parece último reducto en manos de la yihad. Se pretende, con el apoyo ruso, reconquistar el control de la Siria de hace nueve años sin concesión alguna a facciones terroristas sunníes. Otra cosa es que sea fácil, porque la recuperación de algunas posiciones no significa, ni mucho menos, un control efectivo y el sometimiento del sunnismo que ha sido seducido por la violencia. Iblid sigue siendo una provincia dominada, en gran medida, por terroristas. Prueba de ello fueron los Acuerdos de Sochi de enero de 2018 en los que Turquía se comprometió a controlar a los 10.000 combatientes del grupo terrorista Hayat Tahrir al Sham (HTS), firma local de Al Qaeda. Otra cosa diferente es que los métodos que esté utilizando Damasco sean aceptables. Hasta ahora siempre había que ponderar entre los bienes posibles: la reconquista completa de Siria por parte de Assad para acabar con los restos del Daesh y del yihadismo de un lado y, de otro, los métodos brutales utilizados por el régimen de Damasco. Esa ponderación nunca puede ser definitiva si no se quiere dar un cheque en blanco a los excesos. Pero ese ejercicio no lo hace, desde luego, Europa, que está ausente, y tampoco Estados Unidos, sometido a la política aislacionista de Trump. La falta de presencia de Occidente ha dejado todo el campo a Moscú, que ahora lucha contra Turquía por una mayor influencia.

Desde que comenzó el conflicto, Turquía ha sido ambigua. Empezó intentando mediar en 2011 entre los rebeldes y Al Assad y después optó solo por los insurgentes. Permitió que los yihadistas llegaran a Siria a través de su territorio aunque luego ayudó a combatir el Daesh. En los últimos tiempos ha intentado crear una zona tapón en el norte del país para frenar las ambiciones de los kurdos. Y en la crisis de Iblid vuelve a tener un perfil poco claro. No ha cumplido desde luego los compromisos de Sochi y ha respaldado a facciones salafistas. No hay que descartar que en los planes de Erdogan estuviese mantener una influencia sobre un Iblid sunní que sirviera de contrapeso a un Damasco en manos alauíes y en alianza con los chiís (Irán) y Moscú.

Tras la muerte la semana pasada de 33 soldados turcos por un ataque de Damasco, en el que Erdogan recurre a la presión a la Unión Europea y a la OTAN con la amenaza de dejar pasar a Grecia a buena parte de los más de tres millones de refugiados que hay en el país. De hecho, en las últimas horas, ya se han producido algunos movimientos.

El miedo al refugiado, efecto de una debilidad antropológica, convierte a los europeos en rehenes de poderes geoestratégicos de segundo nivel. Es sin duda una buena ocasión para preguntarnos por qué hemos llegado hasta aquí.

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