Editorial

El material del futuro

Editorial · Fernando de Haro
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4 mayo 2020
Ni el papel higiénico, ni la harina para hacer pan en casa, ni el hidrogel. El producto estrella en esta pandemia y en su aislamiento son las predicciones, la descripción del futuro. Cuando los amigos nos mandan las fotos de nuestra ciudad sin coches y plagadas de corredores o paseantes, peregrinos del primer sol de mayo en busca de libertad, excitan nuestra imaginación sobre el mundo-que-vendrá. Consumimos futuro porque no podemos dejar de proyectar, porque el instante se ha vuelto demasiado vacilante y vertiginoso. La predicción quiere alcanzar el mañana con el material del que creemos que está hecho el presente. Muchas predicciones fabricadas con análisis abstractos. Pocas con la vida elemental que tenemos entre las manos. Quizá por eso seguimos pensando en el mundo-de-después como un compendio de propósitos éticos. Tras el estrés postraumático, un mayor compromiso con las tareas domésticas, una vida más modesta, más comprometida con la sostenibilidad del planeta, más capaz de prescindir de lo superficial, más centrada en la proximidad, más resiliente, sin uñas artificiales, sin peluquerías caninas, sin viajes por el mundo para hacernos selfis después de no saber dónde hemos estado.

Ni el papel higiénico, ni la harina para hacer pan en casa, ni el hidrogel. El producto estrella en esta pandemia y en su aislamiento son las predicciones, la descripción del futuro. Cuando los amigos nos mandan las fotos de nuestra ciudad sin coches y plagadas de corredores o paseantes, peregrinos del primer sol de mayo en busca de libertad, excitan nuestra imaginación sobre el mundo-que-vendrá. Consumimos futuro porque no podemos dejar de proyectar, porque el instante se ha vuelto demasiado vacilante y vertiginoso. La predicción quiere alcanzar el mañana con el material del que creemos que está hecho el presente. Muchas predicciones fabricadas con análisis abstractos. Pocas con la vida elemental que tenemos entre las manos. Quizá por eso seguimos pensando en el mundo-de-después como un compendio de propósitos éticos. Tras el estrés postraumático, un mayor compromiso con las tareas domésticas, una vida más modesta, más comprometida con la sostenibilidad del planeta, más capaz de prescindir de lo superficial, más centrada en la proximidad, más resiliente, sin uñas artificiales, sin peluquerías caninas, sin viajes por el mundo para hacernos selfis después de no saber dónde hemos estado.

Es posible que esos cambios se produzcan, aunque hay que confiar poco en los automatismos de la conducta colectiva. Los propósitos son más fuente de frustración que de creación. En realidad, ante la severa crisis económica que ya empezamos a sufrir, el aumento de la deuda, la redefinición de la globalización, las tensiones entre libertad y seguridad, la tentación del soberanismo y el reto de la innovación (educativa y productiva) lo que cuenta es cuánto nos hemos dado cuenta del material del que estamos hechos. Y ese material se desvela en las relaciones: con los demás, con nosotros mismos y con el mundo. La gente de los países ricos vamos a teletrabajar más y vamos a recurrir más a la telemedicina. Pero esa no es la cuestión. Lo decisivo es cómo nos concebimos, algo que no es nunca teórico.

Ya antes de que se produjera la pandemia habían proliferado “los-que-huían-del-colapso”, los que vivían con la idea de ponerse a salvo de este mundo moderno que se había hundido y del que había que huir refugiándose en una individualidad aislada, en comunidades espiritualmente (incluso económicamente) autosuficientes. ¡El imperio se ha derrumbado, huyamos al campo! Ahora aumentarán sin duda los-defensores-de la supervivencia (en Estados Unidos se ha triplicado la venta de armas) a cualquier precio. Dispuestos a cerrar el mundo, a teorizar la renuncia a las libertades. Por eso lo que cuenta es si queda poso y criticidad de algunas de las intuiciones que en algunos momentos han aparecido durante la pandemia (soy mucho más que un nudo de intereses que alimentan al mercado, mucho más que un buen contribuyente, soy necesidad de compañía, de sentido, soy energía capaz de compasión, de donación, soy pregunta sobre el mal y la muerte, soy relación con el que no conozco y con el que no tiene mi misma cultura). Ese es el material más sólido ante los posibles cambios.

Todavía no sabemos cómo va a evolucionar la pandemia en América Latina y en África, pero en este momento su extensión coincide con las rutas aéreas que van de Este a Oeste, con las grandes ciudades abiertas que unen China con Estados Unidos (pasando por Milán y Madrid). Es inevitable una redefinición de la globalización, con una reducción del comercio mundial (ya había bajado en los últimos diez años). Probablemente asistiremos a un cambio en las cadenas de suministro más organizadas por regiones que mundialmente. Habrá reservas nacionales y regionales de algunos bienes que se consideren estratégicos. La globalización que hemos tenido hasta ahora, en la que el mundo asiático estaba tomando la delantera, había dado por supuesto que la libertad de circulación, de personas y de capitales, acompañada de algunos valores occidentales, era suficiente para tener al mundo conectado. No había una globalización de lo humano, una conversación sobre la experiencia que en cada cultura aporta sentido. Sin esta conversación, la reestructuración de los mercados por regiones no supone un cambio sustancial. La crisis económica, por otra parte, la vamos a solucionar con más deuda y la deflación que se nos viene encima da poder a los acreedores. Para poner a las finanzas al servicio del trabajo es determinante tener una conciencia clara de quiénes somos.

Esa conciencia es también un antídoto para el soberanismo de los-que-quieren-huir-del-colapso. Hace posible el realismo de reconocer que sin la Unión Europea (a pesar de su torpe reacción inicial, de la presión contra el sur, de paraísos fiscales como Holanda) la “mística de las fronteras” nos condena a la pobreza.

Habrá también que tener muy presente el material del que estamos hechos (exigencia de libertad) cuando los predicadores del modelo chino nos cuenten que las sociedades que renuncian a sus derechos son más eficaces y seguras. Corea del Sur, Taiwán, Japón y a su manera Hong Kong han luchado mejor contra la pandemia porque están muy lejos de las prácticas totalitarias-autoritarias de Xi Jinping. El futuro está hecho de lo que ya somos.

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