Editorial

El mal del bando

Editorial · Fernando de Haro
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25 junio 2017
No se había podido poner mejor ejemplo. El cambio de posición de los socialistas españoles respecto al CETA, el acuerdo de libre comercio de Europa con Canadá, es un caso paradigmático del llamado “mal del bando”. El PSOE, como todo el socialismo europeo, estaba a favor del acuerdo al que solo se oponen los verdes, la extrema derecha y la izquierda extrema de la eurocámara. Pero su nuevo líder quiere cambiar de bando, quiere acercarse a Podemos, y las razones que hasta hace unos días eran válidas han dejado de serlo para castigo de los muchos socialistas que siguen usando la cabeza. From the tree

No se había podido poner mejor ejemplo. El cambio de posición de los socialistas españoles respecto al CETA, el acuerdo de libre comercio de Europa con Canadá, es un caso paradigmático del llamado “mal del bando”. El PSOE, como todo el socialismo europeo, estaba a favor del acuerdo al que solo se oponen los verdes, la extrema derecha y la izquierda extrema de la eurocámara. Pero su nuevo líder quiere cambiar de bando, quiere acercarse a Podemos, y las razones que hasta hace unos días eran válidas han dejado de serlo para castigo de los muchos socialistas que siguen usando la cabeza.

El mal del bando se caracteriza por una pertenencia muy poco sana que clausura la apertura de la razón. En política se justifica por razones tácticas, primero afecta a los partidos y a sus líderes y después a sus votantes. La fórmula se extiende también a la vida social de diferentes modos. El mal del bando le impide al PP, que se autoconcibe como la derecha que ha salvado a España del desastre y que ha hecho posible la recuperación económica, reconocer lo evidente: la falta de control y la acumulación de poder fue un caldo de cultivo para numerosos casos de corrupción. Algunos de sus votantes que lo son porque están convencidos de que el PP puede evitar una descomposición del país, porque creen que es la solución menos mala para la libertad de enseñanza, se sienten moralmente obligados a no tener muy en cuenta sus debilidades: su inclinación a la tecnocracia; su incapacidad para afrontar con seriedad todo lo que tiene que ver con la cultura o la educación; o simplemente su dificultad para dialogar con la sociedad. Como si el voto fuese una suerte de compromiso de fidelidad a unas siglas que exige no ser exhaustivo en la ponderación de los actores en juego. En la cuestión de la independencia de Cataluña o la unidad de España sucede lo mismo: hay formas de estar juntos, bajo ciertas siglas y ciertas identidades, que alimentan la pereza y que impiden escuchar al que no piensa igual.

El mal del bando tiene especiales consecuencias en la vida social. Si se pertenece, por ejemplo, al de los intelectuales que abanderaron en algún modo el 68 y han hecho un camino de vuelta, se hará gala de un occidentalismo sin fisuras. Nunca se estará dispuesto a reconocer algún valor al mundo musulmán, a la izquierda, y al deseo de cambio del movimiento en que militaron.

Los efectos son especialmente feos cuando el mal del bando afecta a lo religioso. En ámbito católico últimamente se perfilan dos modalidades. Una entiende su pertenencia, sobre todo, como una lucha contra los poderes de este mundo que difunden la ideología de género, diluyen los valores de la familia y de la vida. Es la hora, para estos, de un rearme moral. Como si fuese posible, con esfuerzo, con denuncia, quizás con algún peso político, rescatar la cristiandad caída o al menos la ley natural que debería ser reconocida por todos. Esa posición suele dejar poco espacio para preguntarse por qué ha desaparecido la evidencia de la diferencia sexual, por qué muchos principios que hasta ahora estaban en pie han caído. Y, sobre todo, y esto es lo más grave, suele hacer difícil el encuentro con experiencias humanas de quien tiene una sexualidad diferente. Encuentro, que como todos los encuentros cuando es real y no ideológico, constituye una fuente de riqueza. La otra forma es una especie de revival del “pauperismo” de los años 70: considera la atención a los pobres, la solidaridad, como un absoluto que no requiere de otras consideraciones. Aquí la batalla es contra los poderes del mercado, de la globalización. Las dos formas de pertenencia son viejas. Es curioso que estos dos bandos se mantengan en pie cuando el pontificado de Francisco y el de sus predecesores haya sido y sea una continua invitación a un tipo de pertenencia nada estática y unidimensional, amante de la complejidad, siempre dispuesta a reaprender lo que ya parece sabido, a acoger de forma positiva, con nuevas categorías, los nuevos retos.

Volvamos a la política. Los votantes son conscientes del mal del bando. Según un reciente estudio del sociólogo Víctor Pérez-Díaz, “los ciudadanos piensan que los políticos no se escuchan entre sí, o lo hacen sólo para rebatirse (89 por ciento), mientras que ellos creen que el debate público debería ser una oportunidad para que todos aporten algo y aprendan (83 por ciento)”.

Pero ser consciente de estar atrapado en una pertenencia ideológica no es suficiente para salir de ella. El camino en el ámbito civil y religioso es arduo porque supone desaprender las viejas costumbres y desvincularse, en no pocas ocasiones, de la comodidad del grupo. Requiere, a la luz del presente, un ejercicio crítico que tenga aspiraciones de sistematicidad, volver a juzgar todo lo que se consideraba adquirido, a desechar lo que no vale. Supone no admitir como criterio de autoridad aquello que no provoque una experiencia de mayor libertad y volver a recuperar el vínculo con las cosas tal y como son. Implica dejarse sorprender por los rayos de positividad que iluminan el camino y seguirlos con la devoción y la obediencia de un enamorado. El camino no es fácil, pero es ciertamente apasionante.

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