El juez natural y el Tribunal de Estrasburgo

Mundo · Eugenio Nasarre
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18 octubre 2013
La bella noción de “juez natural” tiene su origen en la cultura jurídica de la Edad Media.  La doctrina que la sustenta se va fraguando para resolver los conflictos de jurisdicciones que surgen en el complejo sistema de poderes de la Europa medieval.

La bella noción de “juez natural” tiene su origen en la cultura jurídica de la Edad Media. La doctrina que la sustenta se va fraguando para resolver los conflictos de jurisdicciones que surgen en el complejo sistema de poderes de la Europa medieval. La jurisdicción (hacer justicia y aplicarla) es atributo del poder soberano. Y es, por lo tanto, una reivindicación de la más alta potestad (el Imperio). Pero, junto a la justicia imperial, existían también jurisdicciones que habían creado los “poderes intermedios” (reinos, señoríos, comunas, corporaciones). El problema que se plantea es: ¿quién está en mejores condiciones para aplicar la ley al caso concreto, es decir para hacer justicia? De esta pregunta nace la reivindicación del “juez natural” en defensa de las jurisdicciones intermedias, al considerar que una buena justicia requiere la capacidad del juez de apreciar las circunstancias del caso concreto y, así, formular un veredicto justo.

Con los escombros todavía sin apagar de la terrible segunda guerra mundial, Europa se dotó del Tribunal Europeo de Derechos Humanos con la finalidad de constituirse en la máxima garantía de que la vulneración de los derechos humanos y de las libertades fundamentales no pudiera mancillar en el futuro el suelo europeo. Uno de nuestros más preclaros juristas, el profesor Truyol, que fue magistrado de nuestro Tribunal Constitucional, afirmó que con la creación del Tribunal de Estrasburgo Europa se había convertido en “vanguardia jurídica de la humanidad”. La finalidad del Alto Tribunal era lograr la máxima protección de los derechos del hombre frente a posibles agresiones en que pudieran incurrir los Estados.

La ironía de la historia hace que el Tribunal de los Derechos Humanos pueda convertirse, si los lúgubres presagios se confirman, en el protector de unos desalmados terroristas, que tienen sobre sus hombros decenas de crueles asesinatos a víctimas inocentes. La Gran Sala va a emitir una sentencia que marcará la historia del Tribunal. Sabemos que, si la sentencia provoca la excarcelación de los asesinos etarras, las consecuencias en el País Vasco y en el conjunto de España van a ser terribles. Puede que el Tribunal de Estrasburgo no tenga la obligación de apreciar las consecuencias de su sentencia. Al fin y al cabo Themis, la diosa de la justicia, lleva una venda en los ojos. Pero lo que sí tiene obligación es dictar una sentencia justa, es no producir una injusticia con su veredicto.

Por eso, la poderosa Gran Sala debería tener en cuenta la venerable doctrina del “juez natural”. La democracia española se ha dotado de un sistema jurisdiccional altamente garantista. Abolió la pena de muerte y ni siquiera los crímenes más horrendos son sancionados con la cadena perpetua. La llamada “doctrina Parot” no se aleja de las reglas garantistas que inspiran al ordenamiento penal español. Las más altas instancias jurisdiccionales (el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional) la han avalado con una cuidadosa y bien fundada doctrina jurídica, que permite cumplir el fin sagrado para el juez: hacer justicia.

El Tribunal de Estrasburgo debería usar con esmero y cautela sus poderes. Si se me permite expresarlo así, también en el ámbito de la justicia debe estar presente el “principio de subsidiariedad”. ¿Quiénes son los más idóneos para interpretar el sistema de penas del ordenamiento español y su aplicación sino las más altas instancias jurisdiccionales españolas? ¿Acaso se han extralimitado en su larga trayectoria de enjuiciamiento de los crímenes terroristas?

El Derecho no puede apartarse de la idea de Justicia. Con amargura hay que decir que, si los vaticinios se cumplen el próximo lunes, la derrota del Derecho y de la Justicia ensombrecerá el suelo europeo.

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