El intercambio y la esperanza

Cultura · Juan Pablo Serra
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9 enero 2009
Tras el interesante díptico sobre la batalla de Iwo Jima que presentó el actor y realizador Clint Eastwood hace dos años, no puede decirse que haya desperdiciado el tiempo, pues tras esta soberbia El intercambio, en poco más de un mes -y sin haber cumplido aún los 80 años- nos llegará su siguiente película, Gran Torino, donde además actúa y que ya ha recibido buenas críticas.

Basada en hechos reales acaecidos en Los Ángeles entre 1928 y 1935, el guión del film no parte de base literaria alguna sino de una fiel reconstrucción de hechos a partir de testimonios y titulares de periódico llevada a cabo por el periodista y guionista de televisión J. Michael Straczynski (Babylon 5). En ella se cuenta la lucha de Christine Collins, una madre soltera empleada de una compañía telefónica, por recuperar a su hijo de nueve años secuestrado. Tras denunciar su desaparición, la policía de Los Ángeles -por aquel entonces objeto de críticas debido a su ineficiencia y corrupción- inició una investigación rutinaria. Meses más tarde le entregaron a un chaval que se ajustaba a la descripción… sólo que no era su hijo Walter (o, al menos, así lo aseguraba Christine).

Un clásico discutido pero en forma

A nivel artístico, El intercambio es una obra formidable. No es sólo que la reconstrucción de la época sea sencillamente perfecta, sino que todo el resto de sus elementos técnicos rayan a altísimo nivel, ya sea la nostálgica partitura del propio Eastwood, la fotografía de Tom Stern, el vestuario años 20 (ver los sombreros aplastados de Christine) o las sensacionales interpretaciones de Jason Butler Harner y Angelina Jolie, que compone un personaje tan vulnerable como inquebrantable en su afán por encontrar a su retoño.

Ahora bien, El intercambio no es una película perfecta. Adolece de una mezcla de géneros e historias no siempre bien integradas, que van desde el melodrama familiar (la presentación inicial de Christine como madre y objetivo amoroso de su jefe) al policíaco (las pesquisas de ese agente independiente, el descubrimiento de los horribles crímenes de Wineville), pasando por la denuncia social (apunte incluido sobre el poder de los medios de comunicación) y la intriga tanto psicológica (todo el pasaje de Christine en el manicomio) como judicial (el tramo final con los dos juicios paralelos). De hecho, tal como han apuntado varios críticos, conviven en El intercambio dos, tres y hasta cuatro películas distintas. También, puestos a ser objetivos, se nota una cierta brocha gorda en los retratos de los personajes contrarios a la protagonista -sobre todo el inflexible jefe de comisaría y el manipulador director del sanatorio mental-, una tendencia al maniqueísmo presente en algunos de los últimos films de Eastwood (piénsese en los agentes del FBI de Un mundo perfecto o la familia de Maggie en Million Dollar Baby), que últimamente ha sido objeto de debate en medios escritos de EEUU.

Aun así, y siendo todo esto verdad, lo cierto es que queda en un muy segundo plano ante la fuerza de un drama tan poderoso como sobrecogedor, en donde Eastwood literalmente coge el corazón del espectador y no lo suelta hasta el último minuto de película. Desde el desconcierto inicial de una madre separada de su querido pequeño, pasando por la incomprensión de la policía, la injusticia de su internación psiquiátrica, la aterradora revelación de los sucesos de Wineville o el cara a cara de Christine con Northcott, Eastwood ofrece una mirada adulta sobre una serie de temas de indudable relevancia que invitan a una reflexión seria. Ahí están la discriminación de la mujer, el uso arbitrario del poder por parte de las instituciones públicas, las agresivas terapias clínicas de choque, el abandono y la desprotección de la infancia, la pertinencia de la pena de muerte para delitos de sangre… Eastwood examina estos asuntos desde un punto de vista desencantado (así lo afirmó en una reciente entrevista: "la realidad de todo lo que pasó da mucho miedo") pero no por ello sin preocupación, más bien al contrario. Por eso, no es de extrañar la intensidad dramática del film, pero sí de agradecer que en sus últimos minutos Eastwood "afloje" y ofrezca algo de alivio al espectador, primero mediante su reivindicación de la "confianza pública" como elemento vertebrador de la sociedad y más tarde mediante el luminoso apunte de "esperanza" surgido tras un reencuentro familiar tan inesperado como sanador.

Y es alrededor de este último punto que querría hacer una serie de precisiones, pues no han sido pocos los críticos que han entendido la afirmación final de la protagonista ("ahora puedo tener esperanza") como un indicio de positividad u optimismo por parte de Eastwood. Una interpretación -a mi juicio- algo apresurada, que además estos críticos han apoyado en la referencia del guión a Sucedió una noche de Frank Capra (1935), a lo sumo un apunte cinéfilo (¿no recuerda el look de Angelina Jolie al de Claudette Colbert en aquella magnífica comedia?) y de contextualización histórica sin más trascendencia.

El fundamento de la esperanza

A partir de aquí, sugiero a los lectores que no hayan visto El intercambio que interrumpan la lectura, dado que se desvelan aspectos cruciales de la trama.

Contextualicemos. Tras insistir en que el chaval que la policía le devuelve no es su hijo, el jefe de comisaría "encierra" a Christine en un sanatorio mental por contradecir la versión oficial. Estando internada, un detective de la policía descubre fortuitamente que en una granja se han cometido una serie de salvajes infanticidios. Las pistas y el testigo son concluyentes: entre los niños asesinados está Walter, el hijo de Christine. Lo cual conduce a su inmediata salida del manicomio y a un posterior doble juicio. Por una parte, una publicitada causa civil contra la policía de Los Ángeles y, por otra parte, un juicio más discreto contra el asesino Gordon Northcott. El juez de esta última causa condena a Northcott a la pena capital y éste admite haber matado a varios niños… excepto al hijo de Christine, lo que introduce un elemento de duda en la protagonista que rápidamente se desvanece (el asesino es claramente inestable, quién sabe si dice la verdad).

Dos años más tarde y desde la cárcel, Northcott pide ser visitado por Christine el día antes de ser ejecutado: tras una extraña conversión religiosa, se dispone a confesarle que él acuchilló a Walter y a pedirle perdón por ello. No obstante, durante su encuentro, es incapaz de hacerlo y, de hecho, encarado por ella, lo niega todo: ni mató al crío, ni sabe dónde está. Después de haber dado por muerto a su hijo, esto reintroduce la duda en la protagonista. ¿Seguirá vivo? ¿De quién o qué debo fiarme, de todos los indicios razonables o de un indicio improbable?

La puntilla no tarda en llegar. Estamos en 1935, siete años después de la desaparición, y se presenta por sorpresa uno de los niños raptados por Northcott. Había conseguido escapar de la granja y, por miedo, deambuló por el país hasta que necesitó desesperadamente volver con sus padres ("echo de menos a mi familia"). Lo espeluznante de esta reaparición es el relato de su fuga, pues huyó con otros dos niños que luego se dispersaron, entre ellos… Walter. Además del lógico bálsamo que dicha narración supone para Christine -no sabe a ciencia cierta si su hijo fue asesinado (los métodos forenses de los años 30 no eran los de ahora), pero sí sabe con total certeza que Walter ayudó heroicamente a que otros escaparan-, esto le proporcionará algo inesperado: esperanza. Quizá su hijo esté ahí fuera, quizá vuelva.

a) Esperanza basada en la estructura enigmática de la realidad

En cualquier caso, esa afirmación final resulta de lo más ambigua. ¿Puede un trágico como Eastwood proponer la esperanza al final de una historia? Y, si puede, ¿qué alcance tiene dicha afirmación? Ciertamente la mirada de fondo que sobre la realidad ofrece la película no deja lugar a dudas: el mundo es un sinsentido, donde ocurren atrocidades, donde el testimonio de una madre no vale nada ante el capricho del poderoso, donde un psicópata animal puede asesinar a infantes e incluso forzar a otro niño a que le ayude. Tal como resume Josep Parera, "El intercambio termina dejando con la impresión de que el mundo está fuera de control". Todo esto delimita la visión preocupada sobre la realidad a la que me referí un poco antes. La pregunta que casi naturalmente sale del corazón es si, en un mundo así, ¿merece la pena vivir o traer nueva vida?

La respuesta de Eastwood es la de un escepticismo que, llevado a sus últimas consecuencias, derivaría en nihilismo. Nótese que, de hecho, el surgimiento en Christine de ese sentimiento de esperanza no proviene de haber adquirido una confianza en que la realidad es positiva, sino en que la realidad es… vidriosa, ambigua, incierta. Como no puedo saber de un modo definitivo e incontestable que mi hijo está muerto (el supuesto asesino no acaba de confesarlo, la identificación del cadáver no ha dado una coincidencia total) y como no puedo saberlo porque los testimonios que lo confirman son humanos y ambivalentes, entonces puedo creer… lo que quiera. La opción de Christine por la esperanza, a este respecto, presentaría todas las trazas de un acto enteramente "libre", no determinado por sentencias judiciales irrebatibles ni atado a informes policiales irrefutables.

Esta solución, por cierto, no es otra que la del existencialismo sartriano. Para Sartre, en un mundo sin sentido, la esperanza consiste en confiar… en uno mismo, en la propia libertad "en situación", en las razones que se da el propio ser humano para vérselas en medio de un mundo sin sentido. Como el bien y el mal se dan al mismo tiempo en la vida y en la realidad, lo razonable para el existencialista es que sea desde uno mismo (y no desde la realidad) que se haga la afirmación de la esperanza. Para el existencialista, como explica Agejas, "tener esperanza no significa no tener en cuenta la realidad del mal, sino simplemente no darle el peso que no ha de tener". Esto encaja muy bien con el final de El intercambio. Pero ¿es ésta la esperanza que puede sostener una vida, una esperanza tan estratégica, voluntarista y, en el fondo, derrotista (aunque se venda como realista)? En otras palabras, ¿por qué el mal no ha de tener ese peso? Pues porque sólo es posible darle al mal su justo peso si "la esperanza supone apertura por encima del propio sujeto «a quien puede garantizar la posibilidad del bien»".

Es significativa, a este respecto, la ausencia de Dios a lo largo de todo el relato de El intercambio. Cuando aparece la voz de la religión, lo hace como agente social (el reverendo Briegleb) o institucional (los capellanes de la cárcel), pero ni de lejos aparece como una relación personal de religación con el verdadero sentido o logos de la realidad que sí puede fundamentar la esperanza. Y es que, como concluye Agejas, la esperanza "sólo es auténtica cuando se basa en la certeza de un bien que da razón suficiente para que lo elijamos como bien último y definitivo".

A esta visión trágica de tinte existencialista podría unírsele la tragedia social que se produce cuando se quiebra la confianza en las instituciones. Sin justicia no hay confianza, sólo arbitrariedad y poder del más fuerte. Entonces todo se convierte en estrategia y pura astucia para la supervivencia. La primera entrevista de Christine con el director del manicomio es, a este respecto, muy ilustrativa: como sabe las consecuencias que tendría decir la verdad (a saber, que ella está perfectamente cuerda y que su encierro es ilícito), entonces se amolda a lo que cree que el doctor espera oír.

Todo el pasaje de la retorcida incredulidad institucional ante la sencillez de la afirmación de Christine ("ése no es mi hijo") puede parecer algo extremo. Sin embargo, no es más que una ilustración bastante ajustada de las relaciones entre una postura idealista y otra realista, que muestra a las claras que el conocimiento humano no es una actividad mecánica, sino un asunto de actitud: para conocer la verdad hay que querer conocer la verdad. "Ése no es mi hijo", afirma Christine. "Ya, pues tenemos a doctores y especialistas que dicen que sí lo es", responde el jefe de comisaría. "Pero ése… no es mi hijo", insiste ella. De hecho, esta parte recuerda (y mucho) al pasaje evangélico del ciego de nacimiento en el sentido de que no hay nada peor que no querer ver. Así, antes que optar por una observación completa, decidida e insistente sobre el asunto a investigar o sobre el hecho que la protagonista afirma como evidente ("ése no es mi hijo"), el jefe de comisaría prefiere despacharlo anteponiendo sus propios análisis y prejuicios: que si Christine es mala madre, que si tiene animadversión hacia la policía, que si los niños cambian muy rápido… toda una serie de razonamientos muy bien fundamentados pero que, entre especialistas y procedimientos, pierde de vista el hecho objetivo: "ése no es mi hijo". Este personaje, de hecho, niega una premisa metodológica básica para la investigación: el falibilismo. El auténtico investigador científico tiende a sostener sus opiniones e hipótesis de una manera más bien provisional, porque cree que "la verdad es el fruto de la libre investigación y de tal docilidad hacia los hechos que nos hará estar siempre deseosos de reconocer que estábamos equivocados, y ansiosos de descubrir que lo hemos estado". En el capitán Jones puede más el apego a la versión oficial, certificada con todo tipo de avales, que a la realidad de los hechos.

Como la filosofía ha demostrado repetidamente, el conocimiento parte de una actitud. Sólo si confías en que la realidad tiene sentido (que el trabajo lo tiene, que la vida lo tiene, que la relación con las personas lo tiene) puedes conocer. Por todo ello, cuesta aceptar la afirmación final de Christine ("ahora tengo esperanza") como un indicio de positividad. De hecho, como se ha visto, a lo que conduce dicho aserto es a una cuestión ulterior sobre el fundamento mismo de la esperanza, ¿en qué se basa? ¿En algún hecho positivo presente en la realidad o es la naturaleza caleidoscópica, escurridiza e ininteligible de esa misma realidad la que permite albergar esperanzas?

b) Esperanza basada en el amor como hecho posible

Antes de seguir conviene aclarar tres puntos. Primero, la esperanza no puede estar ni basarse en la realidad desnuda sin más, sino en todo caso en aquello a lo que la realidad remite, aquello de lo que es signo. Segundo, la reacción de Christine sí es libre en cierto sentido (humanamente, es la mejor opción) y está justificada en otro sentido, pues al fin y al cabo lo que todos esperamos es la felicidad y también que aquello que amamos no se pierda. Además, en tercer lugar, cabe subrayar que la esperanza ganada por la protagonista es adquirida gracias al relato de otro, es decir, gracias a la confianza que deposita en la relación con personas valiosas.

En consecuencia, es legítimo sostener que el tono final de la película es aceptablemente positivo. Pero, en todo caso, la concepción de fondo de la trama sigue siendo trágica y ahí reside el problema. Lo diga o no, Eastwood es nihilista… aunque no suicida. Mira al mundo con desencanto, pero no tanto como para "borrarse del mapa". El nihilista es capaz de reconocer que hay en el mundo realidades valiosas y positivas. El problema no está en lo que reconoce como en lo que afirma de fondo, en la ausencia última de sentido que hace que la existencia de esas realidades positivas esté siempre pendiente de un hilo. Si en Million Dollar Baby Eastwood veía cosas valiosas (el nacimiento de una relación padre-hija), en El intercambio también lo ve en la recomposición final de esa familia o en la regeneración social que produce una administración "justa" de la justicia. El nihilista, al igual que cualquier ser humano, se rebela contra la injusticia, la imperfección de la sociedad humana y la contingencia del mundo, y así se ve en los dos juicios paralelos de la película, donde el director reconforta al espectador cada vez que señala con rabia a los ineptos policías.

Pero ¿es esta protesta suficiente? La queja y la acción contra la injusticia es necesaria, sí, y la exigencia de justicia que acompaña a esta reclamación también, pero sin un fundamento sólido y consistente -como el que da la fe religiosa, que afirma la positividad última de la realidad- ¿hasta cuándo dura? El mismo Eastwood lo ha dicho con una naturalidad pasmosa: "en Los Ángeles, la policía o la estructura política pasa cada veinte o treinta años por cierta revolución interna que ha permitido poner al descubierto diferentes actividades de corrupción". Lo único que ha hecho él es mostrar uno de esos períodos y, por más que su película acabe en cierto modo bien, eso no significa ni mucho menos que la realidad haya dejado de ser un lugar inhóspito y sin sentido.

Muy distinta es la esperanza cristiana, un tema muy querido por Benedicto XVI (ya dedicó a ella un excelente libro) que fue el eje de su segunda encíclica, Spe Salvi (2007). En los primeros parágrafos (nn. 1-9) de este documento, el actual Papa explica que la esperanza cristiana no supone alienación y no es ilusión inconsistente que niega realidades malas (dolor, sufrimiento). A continuación, aclara que la esperanza exige el arrojo de la fe, de una fe que no es ni ciega ni "sólo" racional pero sí razonable, pues supone una apuesta razonable que en su misma formulación llena de sentido las realidades cotidianas en las que el ser humano está inmerso. Y, por último, recuerda que es una esperanza entendida como exigencia o necesidad de quien vive con la capacidad de abrirse al asombro que produce el misterio de lo real: la estructura inabarcable de la realidad no invita al creyente a la desesperación ni a la amargura sino al entusiasmo y al descubrimiento.

Pero seguramente lo más impactante y novedoso de la esperanza cristiana respecto a otras cosmovisiones es su bidireccionalidad. Nace del creyente, sí, pero también de Dios. El ser humano espera la felicidad, la justicia, la vida eterna, un mundo mejor, la correspondencia en el amor y, a la vez, Dios también espera que el ser humano le ame, que contribuya a construir su Reino en la Tierra, que ayude al prójimo e incluso que una el progreso científico y económico al progreso moral (n. 23).

No sólo eso, sino que la esperanza que nace del hombre no sólo tiene fundamento en el origen (pues parte de la fe) sino también en su finalidad, en su objeto, que, como afirma la Spe Salvi, es un bien posible, arduo, futuro… pero presente y real. La esperanza, en otras palabras, tiene sustancia y no es sólo un sentimiento elegido por uno mismo o la ilusión ilusoria de que las cosas sean de otro modo. Precisamente la fe lleva a una mejor acción social no sólo en un período de crisis o "revolución interna" sino… siempre. El creyente sabe que con su acción no va a crear el mundo de nuevo ni a instaurar la paz en la Tierra de un modo definitivo -porque conoce bien los riesgos de confiar en la libertad de los hombres-, pero no desespera porque sabe que es un bien posible y deseable, más aún, un bien que Dios espera y nos exige buscar, y un bien que sólo Él puede garantizar.

"La esperanza del cristiano que describe la encíclica -explica Nubiola- es la realidad presente del futuro que cambia nuestra vida". Es razonable pensar que la esperanza que Christine gana al final de la historia cambia su vida y el modo de afrontar su existencia, pero desde luego no es algo de lo que ella esté "preñada", como sí lo está una mujer embarazada que siente una esperanza cierta por el hijo que va a tener. El cristiano, en este sentido, está imbuido de esta esperanza en que la creación está para dar a luz algo mejor y que, aunque la tarea de mejorar el mundo presente fuera del todo irrealizable en esta vida, aún está la otra vida, donde ninguna injusticia quedará sin arreglar ni ningún desajuste quedará sin remachar.

Conclusión

Tal como ha escrito José Luis Restán al comentar la Spe Salvi, "la fe es la sustancia de la esperanza… porque nos permite esperar las realidades futuras a partir de un presente ya entregado". El problema del nihilista -y, por extensión, del agnóstico- es el mismo con el que se encuentra Christine en la película: que ese presente ya entregado aparece sin estructura ni bondad, sino como algo arbitrario e incomprensible. Ahora bien, como se ha visto con el ejemplo del existencialista, el nihilismo a veces sí hace actos de fe. Sea por motivos de mera conveniencia o adaptativos, a veces el nihilista recurre a una esperanza que parte de confiar… en él mismo.

Por otra parte, "lo que la esperanza cristiana promete ha empezado ya aquí y ahora en la experiencia de la comunión cristiana: no es una utopía voluntarista, sino que se ofrece a la confianza del hombre a partir de un presente verificable cuyo rasgo fundamental es el amor". En este segundo sentido sí hay una conexión leve pero nítida entre la esperanza que muestra la película con el fundamento que le da auténtico sentido. En efecto, el renacer de la esperanza en la protagonista proviene de un hecho de amor y unidad como es el reencuentro de una familia, un hecho positivo que demuestra que en el mundo no todo es arribismo, injusticia y abuso de poder.

En definitiva, por tanto, la mención de la "esperanza" al final de la película es ambivalente. Mayoritariamente, parece voluntarista, dado el panorama que la película ha expuesto hasta ese momento. La esperanza exige afirmar la bondad de algo que permite esperar, y la realidad que aparece descrita en la película es de todo menos buena. Pero hasta cierto punto esa afirmación está justificada, pues se pronuncia tras constatar que en el mundo humano aún cabe el amor. Más aún, hasta parece que la justicia triunfa de vez en cuando, y no tanto por el caso del asesino (un juicio sin complicaciones con un veredicto tan previsible como indiscutible) cuanto por la corrección de la policía, una causa más difícil cuya resolución, por ello, se presenta como valiente, reconfortante y, sí, esperanzadora.

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