El impasse del voto católico

Cultura · Olivier Roy
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26 julio 2019
En Francia, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los primeros años dos mil, el voto de los católicos practicantes permaneció estable. Votaban mayoritariamente a la derecha conservadora y al centro-derecha, y tenían una mínima representación en la extrema derecha. El episcopado invitaba a votar teniendo en cuenta una visión global del “bien”, pero dejaba a cada uno la tarea de establecer una jerarquía entre los diversos “bienes” (era la visión de la Democracia Cristiana, aunque esta nunca puso un pie en Francia como partido político).

En Francia, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los primeros años dos mil, el voto de los católicos practicantes permaneció estable. Votaban mayoritariamente a la derecha conservadora y al centro-derecha, y tenían una mínima representación en la extrema derecha. El episcopado invitaba a votar teniendo en cuenta una visión global del “bien”, pero dejaba a cada uno la tarea de establecer una jerarquía entre los diversos “bienes” (era la visión de la Democracia Cristiana, aunque esta nunca puso un pie en Francia como partido político).

Todo cambió en torno al año 2010. El tabú contra el voto al Frente Nacional cayó, un pequeño grupo de católicos militantes empujó en 2007 al presidente Sarkozy a defender una idea más cristiana de Francia y de la sociedad, pero sobre todo la Manif pour Tous [MPT, colectivo de asociaciones nacido en 2012 en oposición a la ley del matrimonio homosexual, ndt] trajo consigo la aparición de un “partido católico” que luchaba por la defensa de los principios no negociables referidos a la familia y a la procreación. Se abandonaba la idea de una visión global del “bien” para concentrarse en un aspecto específico, que quedaba absolutizado.

Inicialmente, la Manif pour Tous no pretendía ser expresión de la comunidad católica pero, a pesar de los esfuerzos realizados, obtuvo poco apoyo fuera de los católicos practicantes, aparte de algún psicoanalista lacaniano cuyo peso electoral fue nulo. El movimiento Sens Commun lo expresó así: un “partido católico” que juega con un chantaje electoral a los candidatos de derecha para que estos se comprometan a aplicar los “principios no negociables” (abolición del matrimonio homosexual, prohibición de la procreación asistida, rechazo a la teoría de género).

Esta estrategia electoral resultó un fracaso. En las últimas elecciones europeas, el cabeza de lista de los republicanos, François-Xavier Bellamy, hizo una buena campaña, pero su 8,5% es el peor resultado obtenido por la derecha conservadora francesa. En primer lugar hay que señalar que el peso de los católicos practicantes en Francia es muy bajo (menos del 5% de los electores); en segundo lugar, la mayor parte de los católicos practicantes volvió a votar al centro-derecha tradicional, representado esta vez por La République en Marche (LRM); y, por último, a la opinión pública no le interesa una “contrarrevolución” anti-68. Por tanto, solo queda un pequeño núcleo irreductible de católicos “observantes”, según la expresión de Yann Raison du Cleuziou, que dan prioridad a los principios normativos de la Iglesia en su vida social y política. Más allá de estas consideraciones puramente electorales, el fracaso de la Manif pour Tous en versión política revela un profundo cambio en la sociedad francesa, que ha llevado a los católicos observantes a los márgenes de la vida política.

El fracaso de la estrategia de lobby electoral es estructural. Ningún candidato que desee ser elegido puede comprometerse con esos “principios no negociables”, so pena de derrota. La sociedad francesa ha ratificado los nuevos valores que emergieron de la revolución antropológica de los años 60. La secularización venció, y esto es algo que Marine Le Pen ha entendido muy bien, pues pone la laicidad y no el cristianismo en el centro de la identidad francesa.

Los valores defendidos por la Manif pour Tous van en la línea de la encíclica Humanae Vitae (julio de 1968), que proclamaba un rechazo explícito a los nuevos valores del 68.

Demos un pequeño paso atrás. Hasta los años 60, los valores dominantes de las sociedades europeas eran valores cristianos secularizados. La Ilustración, de Descartes a Kant, no propuso otros valores sino otro fundamento (la Razón). Recordemos que Jules Ferry nunca opuso una moral laica a la cristiana. Escribió que solo había una moral, y que era tan evidente como la aritmética. La consecuencia es que, con el código napoleónico, el derecho francés, igual que los demás ordenamientos europeos, ratificó una antropología “cristiana”, respecto a la complementariedad hombre-mujer, la procreación, la familia, etc. En el siglo XIX, el único conflicto “moral” con la Iglesia fue el referido al derecho al divorcio, que en Francia se siguió fundamentando sobre la noción de “culpa” hasta 1975.

Los años 60 introducen un nuevo paradigma antropológico que, simplificando, pone en el centro la libertad del individuo que desea. Este principio es reconocido poco a poco por el derecho. La derecha liberal del presidente Giscard d’Estaing fue la encargada de preparar la revisión del código napoleónico. Tras el derecho al aborto, todo eso llevó lógicamente al matrimonio homosexual y a la procreación asistida, provocando una “reacción católica” (los protestantes europeos prefirieron “auto-secularizarse”). Todos los papas, desde Pablo VI a Francisco, llamaron a los gobernantes al orden. Benedicto XVI fue quien hizo la lista más detallada de los “principios no negociables”.

Fundando toda su campaña sobre esos principios, la Manif pour Tous y Sens Commun interpelan a la opinión pública y buscan una orilla política, llevando a cabo una especie de chantaje electoral. Su objetivo es una contrarrevolución, acabar con el pensamiento del 68. El fracaso es total. ¿Por qué?

Como hemos dicho, ningún político está dispuesto a hacer campaña a favor de esos principios no negociables porque los nuevos valores ya han entrado en las costumbres, también en la derecha y entre los populistas.

La única concesión que los políticos pueden hacer es mencionar la “identidad cristiana”, a condición de que eso no implique la puesta en práctica de los valores cristianos. Y aquellos que, “a título personal”, se dicen contrarios al aborto se apresuran a declarar que no volverán a poner en cuestión este derecho.

Es el gran malentendido que da comienzo con el discurso de Sarkozy en el Laterano y acabó recientemente con el de Macron sobre Notre Dame. Para la inmensa mayoría de los políticos, hombres y mujeres, el cristianismo es un “patrimonio”, un conjunto de “raíces” y una “identidad”, no una fe ni un sistema de valores o normas. El cristianismo es nuestro pasado, no nuestro futuro.

Los populistas son hijos del 68, que quieren seguir disfrutando de la vida, pero solo entre sí. La derecha conservadora en Europa occidental ya no es cristiana desde hace al menos treinta años (Berlusconi, Sarkozy, Cameron…).

No solo el tema de la identidad ya no es portador de valores, no solo no sirve en absoluto para cerrar las puertas a los musulmanes, sino que su uso como una especie de encantamiento contribuye a secularizar el cristianismo, reduciéndolo a una suerte de folclore. La instalación de belenes municipales, la colocación de cruces y crucifijos en los edificios públicos, el toque de las campanas, no darán lugar a retorno alguno a la práctica religiosa.

Asistimos en cambio a una exclusión cada vez mayor de lo religioso en el espacio público. Las medidas contra el islam (la prohibición del velo) hacen que los demás signos religiosos también queden suprimidos o relegados al ámbito de la cultura, cuando no al folclore (el crucifijo está autorizado en las escuelas italianas por el Tribunal europeo de derechos humanos como “símbolo cultural”).

O se espera una “sorpresa divina” (expresión acuñada por Maurras tras la derrota francesa en 1940) que permita introducir clandestinamente la contrarrevolución (con duras repercusiones), o se repliega en la “opción benedictina” (vivir la fe dentro del propio grupo), o se sale de esta batalla normativa y legalista que no tienen ninguna posibilidad de victoria sin la adhesión de la opinión pública (recordemos que en Estados Unidos los evangélicos tienen una sólida base electoral aunque seguramente cometieran un error apostándolo todo por el control del Tribunal supremo y por la aplicación de sus “valores” mediante la coerción jurídica).

La visibilidad del “retorno de los religioso” no debe hacernos ilusiones. Las vocaciones y la práctica siguen disminuyendo. La voluntad de jóvenes y brillantes intelectuales neo-católicos por invertir esta tendencia resulta ilusoria. Luchan contra molinos en ruinas (lo políticamente correcto, el multiculturalismo) y no contra la mutación antropológica de la sociedad. Se quedan en la France-culture, Le Monde, el Figaro, salmodiando a Gramsci a propósito de una nueva hegemonía cultural conservadora que no llega. Respecto a los escritores “cato-laicos” que, como Houellebecq, dicen tener nostalgia de la Francia católica pero se aburren soberanamente después de pasar tres días en un monasterio, son la expresión de su época, deprimida, y no tienen el soplo de aire fresco de Péguy, Claudel, Mauriac o Bernanos. El soplo del espíritu, naturalmente.

* Intervención en una conferencia en el Servicio Pastoral de Estudios Políticos en Santa Clotilde, 27 de junio de 2019

Oasis

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