El identitarismo y el muro del agnosticismo

Cultura · Massimo Borghesi
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5 febrero 2020
Una de las acusaciones que vuelven entre los críticos del papa Francisco es la de que las iglesias no se llenan durante su pontificado. La secularización no se detiene, los jóvenes se alejan, el número de los creyentes disminuye en vez de crecer. De todo ello sería directamente responsable el Papa con su costumbre de anteponer la misericordia a la verdad, con su buenismo renunciador que llevaría al olvido de la gran tradición de la Iglesia.

Una de las acusaciones que vuelven entre los críticos del papa Francisco es la de que las iglesias no se llenan durante su pontificado. La secularización no se detiene, los jóvenes se alejan, el número de los creyentes disminuye en vez de crecer. De todo ello sería directamente responsable el Papa con su costumbre de anteponer la misericordia a la verdad, con su buenismo renunciador que llevaría al olvido de la gran tradición de la Iglesia.

Sería fácil objetar que también con Juan Pablo II las plazas se llenaban pero las iglesias estaban vacías. Tampoco con Benedicto XVI asistimos a una inversión de la tendencia. En realidad, los que acusan al Papa partiendo de las variaciones en bolsa de las acciones de los creyentes pecan, a su pesar, de papolatría. Los procesos espirituales que marcan la vida de la Iglesia no dependen en absoluto de la figura del pontífice y la tendencia hacia la descristianización de Europa, que afecta a todo Occidente, incluidos los Estados Unidos, no es cosa de hoy. Avanza desde la mutación antropológica de los años 70 del siglo pasado, sufre una aceleración en los años 80-90, y se generaliza en el nuevo milenio. Nos enfrentamos a un proceso que, aparentemente, se presenta como irreversible. No se trata de ateísmo, como podía ser en los años 70 dominados por el marxismo. Nos enfrentamos sobre todo a un agnosticismo vivido, inconsciente, que no se plantea el problema religioso por la sencilla razón de que ya no tiene noticia de él ni testimonio directo.

El nuevo agnosticismo es distinto del kantiano del XIX, para el que no es obvio saber si Dios existía, aunque era preferible que así fuese. También es distinto del agnosticismo positivista, que tiende a superar al propio ateísmo disolviendo, de raíz, las preguntas metafísicas y la exigencia de lo divino. De Dios no se sabe nada porque no hay nada que saber. El agnosticismo de los jóvenes de hoy es diferente. Diferente también del de sus padres que, decepcionados por la época de las utopías del 68, se impregnaron de un profundo escepticismo. Para los jóvenes, por el contrario, ser agnósticos significa no saber nada de Dios ni, en Europa, de la vida cristiana. No son contrarios a la fe, aunque no escapan de los prejuicios de la tradición ilustrada. Son más bien ajenos, distantes, lejanos. Pertenecen al reino de los sin-religión, los ‘nones’, según la designación americana estudiada por Guillaume Cuchet en su reciente artículo “La montée des sans-religion en Occident”.

Los ‘nones’ son la mayoría, aumentan progresivamente, delinean una nueva espiritualidad. La secularización ya no genera ateísmo, como en los siglos XIX y XX, sino indiferencia, desafección antropológica, sensibilidades distintas. Ese es el terreno en el que surgen ciertas reflexiones interesantes sobre la Europa secular en los últimos tiempos. Todas ellas unidas por un hilo rojo: el rechazo al proyecto “identitario” como alternativa al secularismo líquido. En su “Brève apologie pour un moment catholique”, Jean-Luc Marion, uno de los filósofos católicos más ilustres en Francia, propone una presencia pública, visible, de los cristianos franceses como antídoto al laicismo y al clericalismo islamista. Pero no se trata de una afirmación autónoma y divisiva, sino de una contribución original al bien común en un momento en que el modelo de la ‘laicité’ muestra todos sus límites. Da la impresión de que el autor, queriendo tranquilizar a los franceses frente a los riesgos de integrismo religioso, aprovecha la ocasión para hablarles de la fe, de la Iglesia, de la gran herencia cristiana. “‘¡No tengáis miedo!’, esta exhortación de Juan Pablo II desde el balcón de la plaza de San Pedro después de su elección pretendía confortar a los católicos del mundo entero. Pero parece que hoy son sobre todo los católicos franceses los que deberían repetir esas palabras a otros franceses no católicos, asustados por el retorno del clericalismo, por no hablar de ciertos católicos intimidados por su propia existencia. Yo por tanto os digo: ‘No tengáis miedo de nosotros’”.

Si en la reflexión de Marion el integrismo y el identitarismo aparecen como un obstáculo para la presencia cristiana en la sociedad secularizada, no es menor la perspectiva avanzada por Olivier Roy, conocido experto del mundo islámico, cuya tesis es que el giro antropológico del 68 deterioró el fecundo diálogo que la Iglesia había establecido con la modernidad en el Concilio Vaticano II. “El hecho es que, justo cuando la Iglesia se adaptaba a la modernidad, esta última estaba viviendo una transformación considerable: la aparición de un nuevo sistema de valores, empezando por el que se ha definido como ‘espíritu de los años 60 del siglo XX’”. La disociación entre la iglesia y los valores morales ‘posmodernos’ es la causa de un conflicto que caracteriza la etapa eclesial a partir de los años 80, tras la caída del comunismo. De ahí la reacción “identitaria” contra el relativismo ético, una reacción que debe reducir la fe a cultura, a raíz del pasado, a norma jurídica. Con el resultado de secularizar la fe que quiere oponerse a la secularización. Para Roy, “lo único capaz de desmentir la tesis expuesta hasta aquí es que eventualmente justificaría la postura de los creyentes identitarios, sería un retorno masivo a la fe y a la práctica religiosa cristiana después del activismo por parte de los católicos que aún sobreviven. En cambio, hacer leyes e imponer símbolos, cumplir la promesa pascaliana de “hacer como si” se creyera ya que no hay nada que perder y todo que ganar, esperando que la Providencia y el Espíritu Santo intervengan directamente, no garantiza ningún resultado. Extrañamente, estos intelectuales, de Rod Dreher a Rémi Brague o Pierre Manent, son profundamente pesimistas como existencialistas, confunden la cultura con la religión y no se dan cuenta de que ambas están igualmente en crisis y en evolución. Quizás, a la espera del Espíritu Santo, haya que recuperar la insostenible levedad del ser. Si Europa tiene que volver a ser cristiana, entonces necesita profetas, no legisladores”.

A esta última afirmación de Roy se podía objetar que los cristianos tienen todo el derecho a aportar su contribución al bien común y a oponerse a los resultados ético-políticos dictados por el individualismo radical. En esta oposición y en la reproposición de modelos más solidarios de convivencia civil no se ve secularización alguna. La secularización solo se da cuando un proyecto político identitario se reviste de un significado salvífico, como si la restauración de los modelos ético-jurídicos conformes al derecho natural hiciera posible la restauración católica de la sociedad. Si en un estado europeo se abolieran el divorcio, el matrimonio gay, el aborto, etc., eso no acercaría lo más mínimo la fe a los ‘nones’. La lucha contra el relativismo ético puede coagular un movimiento político pero no es capaz de promover una renovación religiosa. Este es el elemento que no afronta la teología política identitaria, confundiendo el plano religioso con el político.

En su reciente libro “La apuesta católica”, Mauro Magatti y Chiara Giaccardi tienen muy presente este equívoco que caracteriza a gran parte del catolicismo comprometido actual. Ese mundo vive animado por las mejores intenciones cuando quiere salir del gueto, de la fuga espiritualista, y quiere contrastar las derivas utilitaristas y hedonistas de la secularización. Pero, sin darse cuenta, arrastra a la figura de Cristo al campo de batalla y se sirve de él como estandarte de lucha en el cuerpo a cuerpo de un ejército guiado por generales que tienen unos intereses bien distintos de la fe. Confiar en Orban o Salvini para cristianizar a los ‘nones’ ofrece una perspectiva lunar, aparte de contraria al primado del anuncio y el testimonio. Como dicen Magatti y Giaccardi, “el problema es que el remedio propuesto corre el riesgo de ser peor que la enfermedad. La distinción entre poder religioso y poder políticos es precisamente uno de los presupuestos del Occidente cristiano. El Papa, a diferencia del faraón, nunca ha querido convertirse en emperador, sencillamente porque la ciudad de Dios no coincide con la del hombre (…) Pensar en invertir la profunda descristianización en acto partiendo de lo alto, apropiándose del poder político, es un error que la historia nos ha enseñado a reconocer como tal. En todo caso, nunca ha sido ese el método utilizado por Cristo ni indicado a los que decidían seguirle. Sin duda, la Iglesia tiene el problema de contrastar el gnosticismo imperante que pretende menospreciar a la religión, relegándola en el recinto de la mera experiencia personal y condenándola así a la insignificancia privada y a la irrelevancia pública. Pero el modo de afrontar la cuestión no es imaginar la conquista del poder político”.

Para estos autores, al igual que para Marion y Roy, el renacimiento de la fe no puede seguir la vía de una teología política, es decir, de la restauración desde lo alto de una ‘cristiandad’ perdida. “Fe y libertad: este es uno de los grandes temas del Concilio, el gran desafío que nos ha dejado. Pero después de cincuenta años, podemos ver que la respuesta sigue siendo balbuciente. De modo que la Iglesia católica sigue a medio camino entre la tentación de volver atrás, al cómodo seno de la tradición y la doctrina, y la huida hacia adelante de una “iglesia no iglesia” donde todo se disuelve en el subjetivismo. Pero en esta incertidumbre, lo cierto es que la fórmula del cristianismo que ha funcionado en los últimos quinientos años ya no vale”. Es un camino difícil, dramático, “tensionante”, como diría el papa Francisco.

Magatti y Giaccardi vuelven a proponer la actualidad de la antropología polar de Romano Guardini, el pensador ítalo-alemán que tanto influyó en la visión eclesial y social de Jorge Mario Bergoglio. A principios de los años 20, Guardini soñaba en su libro “El sentido de la Iglesia” un nuevo encuentro entre Iglesia y persona, verdad y libertad, más allá del autoritarismo del modelo medieval. Traducido a la actualidad, ese sueño indica una relación renovada entre misericordia y verdad. La vía de la misericordia no es alternativa a la verdad, como afirman los críticos de Francisco sino que, como declaró el Papa emérito en una entrevista con Jacques Servais en 2016, se trata de una línea roja que une a los tres últimos pontífices. No se puede pensar en encontrarse con los ‘nones’ de nuestro tiempo, los millones de jóvenes que nada saben de la fe, a golpe de normas, reglas y leyes. Eso pertenece al debate civil, laico, en el que los cristianos están llamados, como todos, a aportar su contribución. Pero la conversión de mente y corazón es otra cosa. Solo un testimonio libre y capaz de transmitir “el atractivo de Jesucristo” puede ser capaz de provocar y sorprender a aquellos que de Dios no conocen ni siquiera su nombre.

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