El huracán Ida
Según va bajando el nivel de adrenalina solidaria tras el reparto masivo de ayuda humanitaria, se empieza a vislumbrar un horizonte sombrío. Pasarán años hasta que se reestablezcan todas las comunicaciones destruidas, algunas zonas del departamento de San Vicente deberán evacuarse definitivamente, pues es prácticamente imposible retirar tantas toneladas de lodo y rocas.
Las manifestaciones oportunistas no se han hecho esperar: la oposición culpa al Gobierno de falta de previsión al no decretar la alerta naranja hasta mitad de la tormenta. A decir verdad, Protección Civil no demostró tener los reflejos suficientes para adelantarse a la tragedia pero en este caso la naturaleza superó cualquier pronóstico. En la madrugada del domingo 8 de noviembre cayeron cerca de 300 litros por metro cuadrado en menos de tres horas, una sexta parte de la precipitación media anual del país.
Durante estos días, en los que el debate se centra en los efectos del cambio climático o en una nueva ley de ordenamiento territorial que evite los asentamientos en riesgo, la reflexión de gran parte de la sociedad civil es una mezcla de temor y sorpresa ante la vulnerabilidad que se ha manifestado. Temor ante la posibilidad de que el desastre pueda ocurrir en cualquier parte del territorio, pues las lluvias cada vez causan mayores estragos en el segundo país más deforestado de América Latina. Sorpresa de una población zarandeada por la crisis pero que gasta como si fuera una economía desarrollada mientras finge no ver las bolsas de pobreza que malviven en barrancos y quebradas.