El hombre en una sociedad patoplástica

Julián Carrón: [1]
Buenos días a todos. Gracias por haberme invitado a hablar de este tema tan desafiante. Con el término “sociedad patoplástica” se hace referencia –me remito a lo afirmado por Cornaggia, Maspero y Peroni–[2] al complejo fenómeno de los numerosos malestares que, cada vez con mayor frecuencia, tenemos que afrontar. Esta característica de la sociedad contemporánea, según nuestros autores, es una evidencia: no es necesario leer o estudiar estadísticas para darse cuenta de que la proliferación de trastornos juveniles, y no solo juveniles, ha puesto en crisis la distinción entre “norma” y “patología”. Precisamente por la dificultad para captar la verdadera naturaleza de estos malestares crecientes, los han denominado un “imposible-de-definir”. Encarnan algo que no puede comprenderse ni abordarse “solo con los modelos psicopatológicos habituales” y es reconducible a la falta de “un «yo» que no está”. En opinión de los autores, para afrontar esta situación no es suficiente “multiplicar los recorridos psicoterapéuticos y psicológicos”, sino que es urgente elaborar un pensamiento que pueda ayudar a superar el sufrimiento psíquico y la urgencia sanitaria y educativa a nivel cultural. “Un pensamiento que recupere la capacidad generativa que la razón moderna ha perdido”.[3]
Es mucho lo que está en juego: la posibilidad de comprender los acontecimientos que tenemos ante nosotros y encontrar una respuesta adecuada. Cada vez tenemos que afrontar nuevos desafíos, me viene a la mente una frase de Hannah Arendt que siempre me sorprende: “Una crisis nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas, pero, en cualquier caso, juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios. Tal actitud agudiza la crisis y, además, nos impide experimentar la realidad y nos quita la ocasión de reflexionar que esa realidad brinda”.[4] Frente a la “imposible-de-definir”, nuestros autores se preguntan: “Si estos malestares no son una ‘enfermedad’, ¿qué son?”. Antes que estar ante un problema que resolver, estamos ante un problema de conocimiento. De hecho, ¿cómo resolver algo sin un conocimiento profundo? Interrogantes de este espesor están más difundidos de lo que se piensa porque el malestar afecta a todas las actividades humanas: lo vemos en el trabajo, en el afecto, en las relaciones entre profesores y alumnos, en todos los niveles. Un observador agudo de esta situación, como es el filósofo canadiense Charles Taylor, escribe: “En el panorama contemporáneo, muchas personas se encuentran en una situación de gran soledad [como si no encontraran un interlocutor a la altura del malestar] y, en lo más íntimo de su ser, nace una pregunta profunda: ¿cuál es el centro de mi vida? ¿En qué deseo invertir mi vida? Y muchas personas tienen dificultad para responder a estas preguntas”.[5]
María Zambrano ofrece una respuesta sobre el origen de la crisis que me ha hecho reflexionar mucho desde la primera vez que la leí: “Lo que está en crisis es ese misterioso nexo que une nuestro ser con la realidad, algo tan profundo y fundamental que es nuestro más íntimo sustento”.[6] Hoy es decisivo partir de nuevo de este nexo con lo real, porque es en la experiencia donde emergen todos los inputs que nos pueden ayudar a comprender cuál es el fondo del problema. Me viene a la mente un ejemplo que ponía hace años a mis estudiantes de secundaria. Imaginemos a dos padres que llevan a su hijo a Disneyland. Podemos suponer fácilmente que el niño se quedaría asombrado ante todas las atracciones que tiene ante sí y con las que puede divertirse. Si pudiéramos observar, una tras otra, sus reacciones, nos sorprendería el asombro que la realidad provoca en él. El niño percibiría todo como algo absolutamente fascinante. Pero si, de pronto, el hijo se alejara de los padres y se perdiera en medio de la multitud, esa misma realidad adquiriría de pronto un sabor muy distinto. Sería idéntica a la de antes, pero la percepción del niño cambiaría radicalmente: ya no la sentiría amiga, sino una amenaza hostil. ¿Qué creéis que haría? Se desencadenaría en él la búsqueda desesperada de sus padres, con el fin de restablecer una relación adecuada con la realidad. Solo al reencontrarse con sus padres podría recuperar también la percepción auténtica de esa realidad que antes le fascinaba. ¿Y si fuera precisamente el extravío lo que nos empuja a reconquistar este vínculo con la realidad? Es decir, ¿A rehabilitar este “nexo” del que habla Zambrano y que está en crisis? De hecho, en el hijo, el perderse desata una búsqueda incontrolable y urgente de ese nexo, pone en movimiento todo su dinamismo humano.
Esta búsqueda parece extenderse por todas partes, como vuelve a señalar acertadamente Taylor: “Hoy, en un contexto completamente diferente al de épocas pasadas, la experiencia religiosa se configura como una forma de búsqueda común”.[7] Esto no le sucede solo al niño que se pierde en Disneyland, sino que es la condición global en la que vivimos, ¡situación que podríamos comparar con un “Disneyland mundial”! Es precisamente en esta situación donde emergen personas en búsqueda, los “buscadores de sentido”. Nuestro tiempo está lleno de “buscadores”. Este hecho, ¿qué desvela respecto a la percepción que tenemos de todos estos malestares?, ¿qué muestra respecto a la afirmación de que “no tienen valencia relacional”[8]? ¿Hay algo anterior que mirar, algo más profundo? Porque el niño no se tranquilizará hasta que no encuentre algo a la altura de su búsqueda. Cuanto más amenazados nos sentimos por la situación, más nos damos cuenta de que poseemos algo sorprendente en nosotros que nos impulsa a buscar. Algo que es tan insoportable que nos obliga a buscar.
¡Lo que más me sorprende es precisamente este algo “insoportable” que nos encontramos dentro! En este sentido, Luigi Giussani escribe en El sentido religioso: “Un individuo que haya tenido en su vida un impacto débil con la realidad, porque, por ejemplo, haya tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de su propia conciencia, percibirá menos la energía y la vibración de su razón”.[9] ¿Y si, por tanto, emergiera así toda la energía y la amplitud de la razón, en contraste con esa falta de “generatividad” de la razón moderna que denuncian nuestros autores? ¡Es precisamente en la experiencia de la relación con la realidad donde emerge la naturaleza de la razón! En el contexto actual, vemos a muchas personas en búsqueda de algo: ¿qué nos sugiere reconocer este dato? ¿Y si el impacto con la realidad fuera precisamente, como afirma Giussani, el recurso más valioso para tomar conciencia de nosotros mismos, para percibir la energía y la vibración de nuestra razón?
1.- La provocación de la realidad hace emerger los factores constitutivos del hombre
“Los factores constitutivos del hombre se perciben cuando están comprometidos en la acción; de otro modo no se notan, es como si no existieran”.[10] Hace poco tuve que enfrentarme a la siguiente situación: el director de un colegio se entera de que uno de los alumnos no ha tenido una buena semana. Le llama y le dice: “He oído que estás un poco nervioso…”. Hablan con él para entender el motivo y el chaval le dice: “Hay algo que necesito entender. Si miro lo que he vivido en este último tiempo tengo que admitir que estoy bien en el colegio, me llevo bien con mis compañeros y con los profesores, incluso con mi novia va todo bien… ¡Qué aburrimiento! Todo va bien, pero yo no estoy bien. Hay algo que tengo todavía que descubrir, porque no me cuadran las cuentas”. “¿Qué tienes que descubrir?”, le pregunta el director. “¡La verdad! Yo quiero descubrir la verdad.”. Después describe una situación familiar particular: le han enseñado que el mundo está lleno de demonios que hay que expulsar y eso le produce miedo. Ha aprendido que, cuando algo va mal, es culpa de los demonios. Un día antes, su hermano pequeño había tenido un ataque de pánico por la misma razón. Las explicaciones que le ofrecen no le convencen: él quiere la verdad. Es el único modo para liberarse de la ansiedad que le oprime. ¡Es la ansiedad la que ha despertado en él el deseo de la verdad!
Aquí vemos lo que significa que, en el mismo “yo”, permanece algo absolutamente inatacable, algo que hace emerger todo el deseo de verdad. De repente, los síntomas –como la ansiedad– llevaron al chaval a decir: “Quiero descubrir la verdad”. La conciencia de sí mismo y la vibración de su razón emergieron no a pesar de los síntomas, sino a través de ellos. Es la aparición de los síntomas lo que desencadena la búsqueda de una respuesta. Los síntomas pueden mirarse como un momento de cerrazón o como una grieta, como el abrirse camino de una apertura.
2.- ¿De qué es ausencia esta ausencia, corazón, que de repente te llena? ¿De qué?
¿Qué nos dice sobre el ser humano los malestares de los que somos testigos? Como decíamos antes, el primer desafío es comprender su naturaleza. ¿Y si fueran síntomas de la irreductibilidad que somos? Parece una paradoja. En este momento histórico, una de las cosas que más me sorprende con diferencia es que aparezca, más clara que nunca, la irreductibilidad de la persona, precisamente a causa de lo insoportable de la situación. Es el emblema de Marracash: “Lleno el tiempo y no colmo el vacío”.[11] No hace falta tener no sé qué formación cultural para llegar a esta experiencia que toca las entrañas del vivir. Pero ¿qué es esta irreductibilidad?
Escribía don Giussani: “En este momento de aberración suprema […] precisamente en este tiempo, el sentimiento religioso emerge más potente que nunca. Nunca antes el sentido religioso ha estado tan vivamente presente, agitando al hombre de todas las razas y de todas las edades, jamás ha estado tan vivo como hoy: impreciso, confuso, terriblemente desconcertado, pero jamás tan poderosamente presente en el alma del hombre como hoy […]. El sentido religioso es aquella irreductible característica del corazón humano, de la naturaleza última del hombre, por la que este no puede quedar satisfecho, cumplido, por nada que le puedas dar u ofrecer –salvo la ilusión del momento–. El hombre tiene algo por lo que no consigue “cuadrar”, no consigue estar completo, porque el hombre es relación con algo infinito: […] es por naturaleza relación con algo inconmensurable a sí mismo. […] Es como si este hombre tuviera un destino extraño. […] Y por este sentimiento del corazón del hombre, por esta inquietud irresoluble, signo de un destino más grande incluso que todos los proyectos de sus obras; es por este sentido religioso que se despierta precisamente cuando el hombre está a punto de ser estrangulado por el poder […]. Precisamente en este momento, el hombre, sintiendo bullir su corazón, no sabe dónde ir a parar, no saber leer esta inquietud, no sabe identificar el contenido de la meta, el destino hacia el que es empujado, para qué sirve todo esto”.[12]
La dificultad para leer esta inquietud no nos deja exentos ni siquiera a nosotros, psiquiatras, psicólogos, educadores de todo tipo. Me ha sorprendido una consideración de Hans Urs von Balthasar, el mejor teólogo del siglo XX, sobre la psiquiatría y la psicología, que os ofrezco como contribución para verificarla en el diálogo entre nosotros, porque puede ayudarnos a entender por qué constatamos que los intentos psicoterapéuticos resultan insuficientes: “El individuo solitario de nuestro tiempo […] está solo consigo mismo, como con un desconocido. Lo único que sabe con certeza de este desconocido es que está solo, que la soledad pertenece a su propia naturaleza [es la gran soledad de la que hoy también habla Taylor, aunque el texto de Balthasar es de los años cincuenta]. El individuo, en esta soledad, puede volverse neurótico. Y la psiquiatría, la terapia nacida simultáneamente con la enfermedad, es incapaz de ayudarlo eficazmente”[13]. Y añade: “Por eso es una imperdonable superficialidad de la psicología remitir simplemente al hombre de esta experiencia a la comunidad. Lo que encuentra en ella no es otra cosa que individuos semejantes a él, una y otra vez el mismo hombre, solo e interrogante, que en su perplejidad pide orientación a otros igualmente perplejos. El solitario de hoy no hace más que encontrarse a sí mismo en el otro. Es más Narciso que lo que jamás haya sido en la historia de la humanidad. Dos solitarios siempre encuentran en el otro su propia e inalienable soledad”.[14]
Lo he visto claramente en otro hecho que ha sucedido hace pocos días, que me ha recordado al niño perdido en Disneyland. Una doctora amiga mía me contó una conversación con una paciente hospitalizada que se desahogaba con ella después de una conversación telefónica con un familiar: “¡No soporto más a esas personas que me llaman tratando de suavizar lo dramático del momento [un yo que se encuentra con otro yo]! Me dicen que lo que me pasó…¡a veces pasa! [Cuántas veces en la vida nos consolamos así]. ¡Pero yo ya no puedo más!”. Pensamos que podemos resolver el problema suavizándolo, mutilando al ser humano, es decir, censurando ciertas heridas. ¡Pero es un intento insoportable! Las personas se cansan de quienes intentan ayudarlas sin entender la naturaleza de la cuestión. Pero este cansancio puede ser un gran recurso, porque no somos nosotros quienes decidimos qué compañía está a la altura de la exigencia que llevamos dentro. No nos bastan palabras de consolación que, de hecho, solo incrementan la soledad. La paciente le decía refiriéndose a su marido: “En casa ha llegado el frío, porque yo reacciono de manera distinta y, si hablo con él, no lo soporta. Así que estoy viviendo esto sola”. Ni siquiera el marido –ejemplo de solitario moderno– es capaz de entender el drama de su mujer, que permanece sola. Y añadía: “Tengo que fingir ser fuerte y estar bien, pero la verdad es que no encuentro el sentido de lo que me está sucediendo. Me dicen que no debo hacerme preguntas, ¡pero yo me las hago! ¿por qué me pasó lo que me paso?”. Lo más impresionante es la conclusión: “Me dicen que no hay respuesta. ¡Pero yo sé que la respuesta existe! Y necesito saberla”.
Aquí vemos, documentado de modo impresionante, que la razón es exigencia de comprender la existencia. Es exigencia de explicación adecuada, total, de la existencia. “Si se quiere salvar la razón –dice Giussani–, es decir, si queremos ser coherentes con esta energía que nos define, si no queremos negarla, su dinamismo mismo nos obliga a afirmar que la respuesta total y concluyente está más allá del horizonte de nuestra vida”.[15] Impacta la certeza con la que la mujer dice, sin titubeos: “¡yo sé que existe una respuesta!” ¿Por qué lo sabe? “La respuesta existe, porque está clamando a través de las preguntas que constituyen nuestro ser, pero no puede medirse con la experiencia. Existe, pero no se sabe qué es”.[16]
No siempre ha sido tan difícil leer esta “inquietud irresoluble”, como la llama Giussani. Giacomo Leopardi percibió todos los malestares que encontramos en nuestra experiencia, ¡pero para él no eran síntomas de una patología! Siempre me ha sorprendido su percepción, profundamente distinta de la habitual, que hace todavía más urgente la pregunta. Para él, todos los síntomas –el aburrimiento, la insuficiencia, la nulidad, el vacío o echar de menos algo– son “el mayor signo de grandeza y nobleza que se puede ver en la naturaleza humana”.[17] Para Leopardi, el malestar, la nostalgia y el aburrimiento no son síntomas de una patología, sino señales de nuestra grandeza. ¡Es la grandeza que nos constituye lo que nos permite experimentar y reconocer el aburrimiento, la nostalgia y el vacío! Quien no tiene esta grandeza, como los animales, no se aburre. ¿Por qué los animales no se aburren? ¿No será que el hombre es consciente de su límite, precisamente porque lleva dentro el deseo de infinito? Lo damos por descontado, cuando en realidad lo único la única cosa que no se puede dar descontado. ¡Por eso grita dentro de nosotros! ¡La grandeza está en el origen de los síntomas! No podríamos sentir aburrimiento, nostalgia, vacío, si no fuéramos tan grandes. “Naturaleza humana, ahora dime, si frágil en todo y vil, si polvo y sombra eres, ¿cómo puedes sentir tan alto?”[18] El asombro de Leopardi ante tanta grandeza conmueve. “El hombre desea –dice en el Zibaldone– natural y necesariamente siempre y en todo caso, y por cierto tiempo, en toda su condición, ser feliz, estar bien, estar lo mejor posible, estar mejor que los demás”.[19] Como el estudiante del que he hablado antes.
Este asombro empuja a Leopardi hasta el umbral del descubrimiento del origen de ese deseo de infinito. Pero, quizás, el salto es demasiado vertiginoso, y se detiene. Ese detenerse le lleva a considerar su capacidad de alcanzarlo como una ilusión de la imaginación. “La felicidad –continúa en el Zibaldone– no es más que una ilusión de nuestra imaginación, que siempre abarca más de lo que puede obtener”.[20] Es difícil no pensar en Shakespeare, en Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio [¡Leopardi!] que en tu filosofía”.[21]
A diferencia de Leopardi, una familiaridad aguda con lo humano lleva a san Agustín a reconocer precisamente en la grandeza [de la que habla el poeta] lo que grita en ella. La reflexión sobre su experiencia de vida tormentosa le convirtió en un genio de lo humano y, por eso, nos indicó la clave para comprender la naturaleza de la inquietud. Dirigiéndose a Dios, exclama: “Tú muestras de manera suficientemente evidente la grandeza que has querido atribuir a la creatura racional; porque, para su descanso feliz, no basta nada que sea menos que Tú”.[22] Para Agustín, la única explicación a la altura de la naturaleza de la grandeza del hombre es reconocer a Quien ha introducido la grandeza en su Su criatura. Así, “Dios muestra de manera suficientemente evidente” el origen de esta grandeza. ¡Qué liberación darse cuenta de la naturaleza de nuestra grandeza! No estamos mal hechos, no estamos solos con nuestra grandeza, porque esta no podría haber sido generada de una naturaleza tan “frágil y vil en todo”. Por ello, “nuestro corazón estará inquieto, sufrirá, hasta que repose en Ti”.[23] Si no existiera este “Tú”, la vida sería insoportable, como de hecho lo es para la inmensa mayoría de las personas. Reconocer que existe y que está en el origen de nuestro ser es tener delante el camino de salida. A diferencia de Leopardi, Agustín no se conforma con asombrarse de su propia grandeza, ni siquiera con reconocer la distancia sideral entre la grandeza y la fragilidad de la naturaleza humana. La exigencia de la razón le impulsa a buscar una explicación adecuada a la existencia de nuestra grandeza. Él no da por hecho que esta grandeza exista. Precisamente el no darla por sentada, como solemos hacer nosotros, le empuja a buscar una razón adecuada a su existencia. Darse cuenta de esta evidencia ayuda a no bloquearse, hace evidente a sus ojos el reconocimiento de que la grandeza del hombre es un don y que es necesario atribuir el don a Quien lo da. A diferencia de Leopardi, este reconocimiento le libera de la preocupación de tener que imaginar quién cumplirá su grandeza. Para Agustín está claro que, siendo tan grande la naturaleza humana, “para su descanso feliz no basta nada que sea menos que Tú”. ¡Todo lo demás es demasiado poco!
Pero –atención– esto no es solo san Agustín, es ante todo Jesús de Nazaret: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de sí mismo?”[24] La imagen del hombre que vibra en esta frase, ¿es una patología o es la naturaleza del hombre, que es tan asombrosa que nos deja sin palabras ante el solo reconocimiento de su grandeza? El “yo” es esta relación con el Misterio que lo hace. De hecho, si no existiera Quien lo hace, tampoco existiría el deseo, como escribe Teilhard de Chardin: “Sí, mi Dios, yo creo, lo creo tanto más gustosamente porque no es solo mi tranquilidad, sino mi realización. Tú eres el origen del impulso y el fin de esta atracción. En la vida que nace en mí, en esta materia que me sostiene, ¿encuentro algo más bello que tus dones? Te encuentro a Ti. Tú que me haces partícipe de tu ser, Tú que me moldeas”.[25] El deseo tiene su origen en Aquel que nos ha creado, que nos crea y nos atrae constantemente, porque hemos sido hechos para ser atraídos por Él, para encontrar en Él nuestro cumplimiento. “El hombre aparece así, –dice san Bernardo– como un ser que aspira a ser algo, que solo puede realizarse mediante la donación de Aquel hacia quien su deseo aspira”.[26] Así podemos encontrar respuesta a las preguntas que nos hacemos a mundo: ¿por qué tenemos este deseo? ¿Por qué experimentamos esta inquietud profunda? ¿Cuál es su propósito en nuestra vida? Dice Nicola Cabasilas: “Al principio Dios creó la naturaleza del hombre en vista del hombre nuevo [realizado]: la mente y el deseo fueron forjados en función de él. Para conocer a Cristo hemos recibido el pensamiento, para correr hacia Él el deseo, y la memoria para llevarlo dentro de nosotros; porque mientras éramos moldeados, Él era el arquetipo: pues no es el viejo Adán modelo del nuevo, sino que el nuevo es el modelo del viejo”.[27] Para quien ha entendido esto, comienza una nueva vida.
Un amigo me escribe: “una mañana, apenas me desperté, sentí este vacío clamoroso y oprimente, más fuerte que otros días y, sin pensar, me dije: «¡Cuánto te echo de menos, Señor!». Me sorprendió que, en ese momento, empecé a amar mi vacío porque me di cuenta de que no era un vacío, sino que escondía la nostalgia infinita de la compañía”. A menudo, desde que despertamos, estamos cargados de todas las preocupaciones que llenan nuestra mente y podemos estar determinados durante todo el día de la pesadez o de lo “insoportable” que cubre, como una costra, la percepción de nosotros mismos. Para una persona que empieza a tener esta familiaridad con su humanidad, este “insoportable” se convierte en el gran recurso para buscarLe, para ponerse en relación. ¡Lo hacen los niños! Apenas abren los ojos, buscan el rostro de la persona amada. Esta es la verdadera naturaleza de la persona. Para los niños es espontáneo, para los adultos es una tarea, porque depende de su libertad. Aquí es donde entra en juego la tarea educativa.
3.- La tarea de la educación
Nuestros autores la llaman “función de puente”: la tarea de la educación. “Hoy nos encontramos sin duda ante un cambio que afecta a la familia, al trabajo, a la sociedad, a la comunicación. La ausencia de “esquemas” útiles hace que los jóvenes experimenten un vacío que genera angustia y rabia. Entonces, nos corresponde a nosotros la “función de puente”, donde la paciencia, la escucha, pero también el cuerpo, puedan ser “instrumentos” para redescubrir la fascinación de dar significado a la realidad en sus aspectos tanto de luz como de sombra”.[28]
Ponen un ejemplo muy sencillo, pero significativo, de la que podría ser nuestra tarea –en ningún caso intentar amortiguar, sino ofrecer una hipótesis de trabajo para que puedan descubrirse a sí mismos–: el ejemplo del miedo. El miedo tiene dos posibles acepciones: por un lado, el bloqueo; por otro, el impulso. La segunda la vemos en el mecanismo de defensa, es una respuesta ante una amenaza, como en el caso del niño en Disneyland. “El miedo entendido así –dicen los autores–, es el que emerge cuando nos alejamos demasiado de nuestra naturaleza y nos encontramos en una situación de desconcierto, bloqueo y agotamiento, que se encadena con las manifestaciones ansiosas originadas precisamente por el miedo. Escuchando esta señal potente, será posible entonces llegar a “desenterrar” el verdadero deseo, que es la base natural del ser humano, y reconocer las distorsiones a las que nos hemos visto expuestos, con el objetivo de reencontrar esa huella originaria que apaga el miedo, porque habla del verdadero ser Yo con el Otro”.[29] El miedo –como la ansiedad, la inquietud, la percepción del vacío– no deben considerarse inútiles ni un obstáculo. Hay que interpretarlos correctamente como un impulso en el cual el adulto pone especialmente en juego su libertad. Si los miramos de este modo, el miedo, la ansiedad y la nostalgia pueden convertirse en el recurso que pone en movimiento el verdadero deseo, la verdadera fuerza de la razón, como en el caso del niño perdido entre las atracciones que, empujado por el miedo, se pone en busca de sus padres. O la ansiedad como un impulso para buscar la verdad en el caso del estudiante del que hablaba antes.
En un diálogo posterior con él, me dijo: “¡Quiero saber la verdad porque, cuando me hablan los demonios, me altero, pero yo quiero la paz!” Después de escucharle, le dije: “Si no te conoces, te dejas influir por lo que te dicen los demás. Nosotros partimos de lo que tocamos, vemos y reconocemos en la experiencia. Por ejemplo, ¿tú te das cuenta cuando tienes ansiedad?” Y él: “Sí”. “La ansiedad es algo que puedes conocer. ¿Qué te genera ansiedad? ¿Por qué deseas la paz? ¿Quieres hacer un recorrido que te permita verificar todo lo que se te dice? Si quieres, podemos hacerlo juntos”. El chaval estaba entusiasmado, me sorprendió su capacidad para reconocer la verdad. Comentaba: “Por primera vez alguien me dice que puedo llegar a la respuesta y reconocerla en la experiencia. Me he tranquilizado, porque he entendido que no tengo que depender de los otros para entender si es verdad o no, sino que puedo reconocerlo en la experiencia a través de la paz”. Apenas se le propone un camino para descubrir la verdad a través de su experiencia, desea hacerlo.
¿Qué puede facilitar algo así? La presencia de personas capaces de acompañar el camino. De lo contrario somos seres solitarios, impotentes, al lado de otros solitarios. Por eso urge que cada uno empiece de verdad a preguntarse: “Pero yo, ¿qué soy?” Muchas veces, la reducción está en la percepción que tenemos de nosotros mismos. Por ello dice Giussani: “la novedad de la vida crece en proporción al madurar de esta conciencia de sí, de este sentimiento de sí, de esta mirada y de este gusto por uno mismo”.[30] Es la “autoconciencia” la que representa “la novedad de la vida”. “Uno siente la vida nueva cuanto más consciente es de sí”.[31]
¿Y si esta fuera la gran ocasión –precisamente en este momento histórico, en el que se percibe toda la irreductibilidad– para reencontrar la conciencia de nosotros mismos y comenzar a gozar verdaderamente de la vida? De nuevo, dice Giussani: “El problema capital es volver a encender el dominio que la persona tiene sobre sí misma”.[32] Ante lo que llamamos lo “imposible-de-definir”, el camino está marcado por esta experiencia. En el diálogo con Giovanni Testori en El sentido del nacer, Giussani dice que es una experiencia que sucede solo en el encuentro con una presencia: “No logro encontrar otro indicio de esperanza que no sea el multiplicarse de estas personas que son una presencia. El multiplicarse de estas personas; y una inevitable simpatía […] entre ellas.”[33] Porque la recuperación de la persona pasa por encontrarse con una presencia distinta, no solitaria, que “puede actuar como reactivo, como catalizador de energías que hasta ahora estaban ausentes”.[34] Por eso, “el aspecto fundamental de un contraataque en la sociedad de hoy” es que “la verdad, que se encuentra en mi persona, mi propio “yo”, se reanime, que tenga verdaderamente el coraje de ser, de vivir; que tome conciencia de sí misma”.[35]
El problema capital es, por tanto, la presencia de un “yo” consistente, unido. Y aquí vuelve Von Balthasar: “Mientras Dios permanezca excluido de la antropología, la antropología no podrá hallar solución al problema del hombre en el encuentro y en el amor recíproco entre los hombres”.[36] Por ello, el método con el que Dios ha elegido entrar en la historia es el desafío supremo a la mentalidad y la cultura modernas, que consideran –aquí está la cuestión crucial– “imposible conocer y cambiarse ella misma y a la realidad solo siguiendo a una persona [que tenga esta consistencia]. La persona, en nuestra época, no es contemplada como instrumento de conocimiento y de cambio, ya que se entiende la primera [la razón] como reflexión analítica y teórica, y el segundo [la moralidad] como práctica y aplicación de normas”.[37] “En cambio –a esta mentalidad, Giussani contrapone a Juan y Andrés–, los dos primeros que se encontraron con Jesús, precisamente siguiendo a aquella persona excepcional, aprendieron a conocer de un modo distinto y a cambiar ellos mismos y la realidad. Desde el instante de ese primer encuentro, el método comenzó a desplegarse en el tiempo”.[38]
El desafío, por tanto, es la generación de la persona a través de una mirada que no reduzca su naturaleza a los factores antecedentes. “La religiosidad cristiana no surge como gusto filosófico, sino de la insistente tenacidad de Jesucristo, que veía en la relación con el Padre la única posibilidad de salvaguardar el valor de cada persona singular. La religiosidad cristiana surge como única condición de lo humano. La elección del hombre es: o concebirse libre de todo el universo y dependiente solo de Dios, o libre de Dios y, entonces se convierte en esclavo de cada circunstancia”.[39]Solo el vínculo con Su presencia permite recuperar la conciencia del nexo con la realidad. La alternativa es el extravío, como el niño solo en el Disneyland del mundo, donde lo real se vuelve una amenaza y él esclavo de cada circunstancia.
- Texto no revisado por el autor
[1] Este texto, no revisado por el autor, corresponde a una intervención en la conclusión de un seminario en la localidad italiana de Seveso. . El termino patopláticas es un término técnico que describe a una sociedad alterada por la patología.
[2] Cfr. C.M. Cornaggia, G. Maspero, F. Peroni, Ansia e idolatria, Inschibboleth, 2024.
[3] Cornaggia-Peroni, «Le nuove realtà tra paura, ansia e speranza», in Nuova Atlantide, n. 13/2024.
[4] H. Arendt, Entre el pasado y el futuro, Península, 2016, p. 186.
[5] C. Taylor, Questioni di senso nell’età secolare, Mimesis, 2023, p. 34.
[6] M. Zambrano, “La vida en crisis”, en Hacia un saber sobre el alma, Alianza Editorial, 2001, pp. 104-105.
[7] C. Taylor, Questioni di senso nell’età secolare, Mimesis, p. 34.
[8] Cornaggia-Peroni, «Le nuove realtà tra paura, ansia e speranza», in Nuova Atlantide, n. 13/2024, p. 15.
[9] L. Giussani, El sentido religioso, 10ª edición, Ediciones Encuentro, 2008, p. 145.
[10] L. Giussani, El sentido religioso, 10ª edición, Ediciones Encuentro, 2008, p. 60.
[11] Marracash, Tutto questo niente – Gli occhi, in Persona, 2019.
[12] L. Giussani, «Rendere presente Cristo nella nostra carne, in ogni ambiente, in ogni realtà umana», en Litterae Communionis-Tracce, 3/2006, pp. 3-4.
[13] H.U. Von Balthasar, «Parola e parola trascendente», en La domanda di Dio dell’uomo contemporaneo, Brescia, Queriniana, 2013, p. 127.
[14] Ibidem.
[15] L. Giussani, El sentido religioso, 10ª edición, Ediciones Encuentro, 2008, p. 166.
[16] Ibidem.
[17] G. Leopardi, Pensieri, LXVIII.
[18] G. Leopardi, «Sopra il ritratto di una bella donna…», en Cara beltà, BUR, 1996, p. 97.
[19] G. Leopardi, Zibaldone di pensieri, 12 luglio 1820.
[20] Ivi, 18 ottobre 1821.
[21] Shakespeare, Hamlet, Acto I, escena V.
[22] San Agustín, Confesiones, Libro XIII, 8,9.
[23] San Agustín, Confesiones, Libro I, 1.
[24] Mt 16, 24-26.
[25] P. Teilhard de Chardin, El medio divino. Ensayo de vida interior, Madrid, 2000, pp. 48-50.
[26] San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 84, 1.
[27] N. Cabasilas, La vita in Cristo, lib. VI, cap. X; lib. VII, cap. IV, passim.
[28] Cornaggia-Peroni, «Le nuove realtà…», op. cit., p. 18.
[29] Ibidem.
[30] L. Giussani, apuntes de una intervención en los Ejercicios Espirituales de los universitarios de CL (Riva del Garda, 5 de diciembre de 1976); en J. Carrón, «No os falta ningún don de gracia», Huellas 9/2021, p. 9.
[31] Ivi, p. 12.
[32] L. Giussani – G. Testori, Il senso della nascita, BUR Rizzoli, Milano 2023, p. 78.
[33] Ivi, p. 82.
[34] Ivi, p. 86.
[35] Ivi, p. 87.
[36] H.U. Von Balthasar, «Parola e parola…», op. cit., pp. 139.
[37] L. Giussani, «Dalla fede il metodo», Litterae Communionis-Tracce, 2/1994, p. II.
[38] L. Giussani, «Dalla fede il metodo», in Litterae Communionis-Tracce, 2/1994, pp. II-III.
[39] L. Giussani, All’origine della pretesa cristiana, Rizzoli, Milano 2011, p. 108.