El hombre de las mil caras

Siempre nos quejamos de la falta de cine histórico-crítico en España, y nos comparamos con los americanos que saben hacer eso muy bien. El hombre de las mil caras es el ejemplo de que el cine español también es capaz de hacer revisiones inteligentes de nuestro pasado reciente cuando quiere, sin recurrir a la manida guerra y posguerra civiles.
La película indaga en uno de los agujeros negros de nuestra democracia: el caso Roldán, el director de la Guardia Civil que se fugó de España con 1.500 millones pesetas de la Benemérita. Pero el verdadero protagonista del film es Francisco Paesa, el James Bond español, un agente secreto del Gobierno famoso por sus golpes a ETA. Paesa ayudó a Roldán a escapar y luego se la jugó. Y se quedó con todo el dinero. Aunque él lo niega. Quién sabe.
La cosa es que es que Alberto Rodríguez, que siempre ha retratado con talento el lado oscuro de nuestra España contemporánea, ha vuelto a dar en el clavo con este thriller nada maniqueo ni ideológico. Recordemos no sólo los aclamados thrillers La isla mínima, ambientado en la transición, y Grupo 7, situado en los previos de la Expo de Sevilla, sino por ejemplo El traje (2002), una humanísima historia sobre la inmigración; o After (2009), un dedo en la llaga de la sociedad en la que vivimos. Es decir, que estamos ante un cineasta sensible y conocedor de la España de los ochenta, la España del felipismo. Con el caso Roldán era fácil hacer una astracanada, o una película de cartón-piedra o, en fin, un compendio de tópicos y lugares comunes. Pero no. Ha hecho una película de personajes, de conflictos dramáticos, sin renunciar a las características del género y a la necesaria dosificación inteligente del suspense. Esto no hubiera sido posible sin el trabajo impecable de Eduard Fernández (Paesa), realmente memorable. Le da la réplica un José Coronado, único personaje de ficción, que hace de narrador de la historia en su condición de amigo fiel de Paesa. Por su parte, Roldán –probablemente el papel más difícil– está interpretado por Carlos Santos, superando el reto con dignidad. Consigue que el espectador sienta cierta compasión por un hombre tan inmoral como triste y patético. Y esta es otra virtud del film. Que no juzga, no condena, no busca una fácil moraleja. Simplemente despliega todo el abanico del drama humano, con sus grandezas y miserias, y deja que el espectador haga su propio camino y llegue a sus propias conclusiones.
En fin, un film brillante, entretenido, interesante, y que sin duda debería tener su ración de Goyas este invierno.