El gueto que hay en nosotros

Cultura · Fernando de Haro
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11 abril 2016
La Bimah, el púlpito que suelen usar los askenazis, no está en su sitio. En el siglo XVIII la quitaron del centro del salón por problemas arquitectónicos. En la Scuola Grande Tedesca, una de las sinagogas más antiguas de Venecia, se pueden ver dos bancos corridos con un respaldo de madera noble. La pared está decorada con mármoles que hacen dibujos de aguas. Del techo cuelgan lámparas con muchos brazos. El ambiente es el de un salón barroco. Pero la Scuola Grande Tedesca es más antigua. Ahora cumple 500 años.

La Bimah, el púlpito que suelen usar los askenazis, no está en su sitio. En el siglo XVIII la quitaron del centro del salón por problemas arquitectónicos. En la Scuola Grande Tedesca, una de las sinagogas más antiguas de Venecia, se pueden ver dos bancos corridos con un respaldo de madera noble. La pared está decorada con mármoles que hacen dibujos de aguas. Del techo cuelgan lámparas con muchos brazos. El ambiente es el de un salón barroco. Pero la Scuola Grande Tedesca es más antigua. Ahora cumple 500 años.

Detrás de esta sinagoga que ahora llega a los cinco siglos está el origen de una de las palabras más horribles engendradas por el mundo moderno: la palabra gueto. Una palabra que sigue recorriendo como un fantasma buena parte del mundo.

El 29 de marzo de 1516 las autoridades de la Serenísima República decidieron someter a un control férreo a los extranjeros y a los que no compartían la religión mayoritaria. Y así es como obligaron a los franceses y españoles, con sus embajadas, y a todos los judíos, a vivir en una zona de Venecia poco salubre, en el barrio de Cannarregio, cerca del monasterio de San Girolamo. Había allí una fundición de metal, en el dialecto veneciano fundición se dice gueto. Allí quedaron confinados los hebreos de la Serenísima. Luego llegaron muchos del resto de Europa, algunos alemanes. La voz gueto responde pues al intento muy moderno de “fundir” al diferente, de fundir al otro, de quitarlo de en medio. Al inicio del XVI, cuando fraguaban los estados modernos, no se quería encontrar al que era diferente por la calle. El otro cuestionaba un modelo de ciudadanía uniforme. Bien diferente a la medieval que solía ser más dispuesta a aceptar la pluralidad.

Los venecianos los confinaron en un rincón, los españoles los echamos fuera del país, sefardíes en la diáspora de la diáspora. Todavía lloramos de lo mucho perdido por aquella expulsión. Lloramos por lo mucho que nos dieron nuestras juderías. En España el proceso se acelera, tras la toma de Granada, en 1492, con el fin de la reconquista. Como ya estamos ante un reino completamente cristiano, se da por supuesto que todos los españoles son cristianos o deben serlo. El que no es cristiano no es plenamente español, es de algún modo desleal. Razonamiento que no se le hubiera ocurrido a un hombre de la Edad Media. Y tras la expulsión aparece la obsesión por demostrar que se es “cristiano viejo”. Una contradicción de términos. El cristiano no es hijo de cuarenta generaciones de cristianos sino del bautismo. Una cosa es la fe y otra las costumbres. La demostración de la limpieza de sangre se convierte en una enfermedad nacional. En Francia el proyecto de uniformidad es más exagerado si cabe.

El gueto quizás sea la constatación más evidente de que el hombre moderno, que acabará rechazando, por considerarla superflua, la redención y la expiación, sigue preso de la necesidad de encontrar una víctima propiciatoria. El gueto se hace necesario para visualizar la dialéctica del enemigo. El otro, el-que-no-es-como-nosotros, se convierte en una realidad distante, abstracta. Puede ser responsabilizada del mal sufrido, del mal real y del mal imaginado. Puede ser la víctima del sacrificio necesario. En el fondo, solo una experiencia de redención del mal dada de antemano permite eliminar la dialéctica del enemigo, da la libertad para descubrir en el otro un yo-como-el-mío. La ingenuidad moderna subestima a menudo lo imperativo que es el deseo de expiación.

El otro que ya no es una víctima necesaria te obliga a repensarte, a dialogar, a reformularte. El otro te hace darte cuenta de que no puedes seguir dando todo por supuesto, te hace ver que los eslóganes, que los códigos de la tribu no son universales, que las estupendas ideas que confundías con certezas no resisten ante el tribunal exigente de la historia y de ti mismo.

El gueto sigue cerrado, no está solo en el barrio de Cannarregio, el gueto está allí donde nuestra estupidez, nuestra pereza y nuestra falta de curiosidad, nuestro estar a gusto solo con los nuestros, vuelven y nos dejan encerrados en nuestro pequeño mundo gris.

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