El guante que ninguno ha recogido

Mundo · José Luis Restán
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29 julio 2015
El presidente de la Xunta de Galicia, Núñez Feijoo, formuló un juicio lapidario la pasada festividad de Santiago, al decir que mientras millones de peregrinos a lo largo de los siglos han recorrido miles de kilómetros para llegar al sepulcro del Apóstol, el alcalde compostelano, Martiño Noriega, no había sido capaz de cruzar la plaza del Obradoiro para entrar en la catedral. Naturalmente no es un problema de piernas.

El presidente de la Xunta de Galicia, Núñez Feijoo, formuló un juicio lapidario la pasada festividad de Santiago, al decir que mientras millones de peregrinos a lo largo de los siglos han recorrido miles de kilómetros para llegar al sepulcro del Apóstol, el alcalde compostelano, Martiño Noriega, no había sido capaz de cruzar la plaza del Obradoiro para entrar en la catedral. Naturalmente no es un problema de piernas. Los primeros afrontaron toda clase de peligros para confesar el sentido de su vivir, encarnado por el testimonio de Jesús ofrecido por el apóstol Santiago, y con ello contribuyeron a forjar la civilización europea. Por su parte el alcalde Noriega pretendía mostrar explícitamente su desvinculación de esa raíz.

Ha sido inevitable recordar que hace apenas cinco años, durante el vuelo que le conducía a esta meta de peregrinación, Benedicto XVI recordaba la historia de España como escenario de un duro enfrentamiento entre fe y laicidad, y proponía el ambiente cultural español como lugar propicio para un encuentro renovado de ambas. La grandiosa predicación del Papa Ratzinger sobre esta cuestión radical, que estuvo en el centro de las preocupaciones del Concilio Vaticano II, no ha conseguido (al menos por ahora) cambiar el estado de la cuestión en nuestro país.

Durante la homilía en la celebración de la fiesta, el arzobispo compostelano, Julián Barrio, sostuvo que la fe ilumina la realidad y evita que los cristianos enmudezcamos ante las contradicciones del mundo, dando claridad y firmeza a nuestras actitudes éticas y morales. Son palabras alejadas de cualquier pretensión hegemónica, que cualquier interlocutor del mundo laico podría entender y acoger con simpatía, en la misma línea de Jürgen Habermas. Es difícil pensar que Martiño Noriega, encuadrado en una amalgama nacionalista-marxista, haya leído al filósofo formado en la Escuela de Frankfurt.

Barrio insistió en que el testimonio del apóstol Santiago nos motiva a vivir los valores del Evangelio, convencidos de que el cristianismo favorece la vida espiritual de las personas y de los pueblos, iluminando la dimensión cultural, social, económica y política para volver a la verdad del hombre. Y haciéndose eco de otra intervención del Papa Benedicto (en mayo de 2010, en Lisboa), sostuvo que “no se trata de una confrontación ética entre un sistema laico y un sistema religioso, sino de una cuestión de sentido al cual se confía la propia libertad”. En aquella ocasión el Papa había culminado su reflexión afirmando que “el punto clave es el valor que se atribuye a la cuestión del sentido y a su implicación en la vida pública”.

Quizás ese sea el nudo que el laicismo español no ha terminado de desatar en su arcaica polémica con una forma de cultura católica (asentada en los estereotipos del siglo XIX) que hace mucho tiempo que ya no existe. Pero también es éste un punto que suele resultar esquivo para nuestro catolicismo de hoy, apretado por la tenaza que forman la dialéctica con la agresividad laicista y la opción de un ensimismamiento religioso desvinculado de la historia que nos toca vivir.

La cuestión que unos y otros debemos afrontar, para establecer un diálogo que no se empantane en los mismos charcos de casi un siglo, es “el valor que se atribuye a la cuestión del sentido y a su implicación en la vida pública”. Con esta certera frase (ignorada por la mayoría) el arzobispo Julián Barrio ha desbaratado la lógica política y el empaque estético del gesto de Martiño Noriega. Pero por desgracia no basta con eso. No estoy en condiciones de recomendar nada a los nuevos representantes del laicismo carpetovetónico en España, pero por lo que se refiere a la Iglesia, me producen aprensión algunos atisbos de debilidad cultural que no ayudan a recoger el guante lanzado por Benedicto XVI hace un lustro.

Concluyo deseando que no acierte el historiador Alain Besançon cuando afirma que “el pensamiento católico ha huido del debate, por miedo, aislamiento e incomprensión”, y cuando se pregunta con algo de provocación si “la inteligencia ha abandonado a la Iglesia”. Es cierto, como él mismo reconoce, que a los cristianos nos quedará siempre la fuerza de la verdad, como en el tiempo de los apóstoles; pero la capacidad de persuasión (o de diálogo misionero) está vinculada a la inteligencia, o sea, la capacidad cultural de la fe, que no pasa por su mejor momento.

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