El Giussani del 68, más actual que nunca
1968. Europa está sacudida por la protesta juvenil. En Italia, el deseo de autenticidad que ha llevado a la contestación, a la ocupación de las universidades, a la revolución cultural que había de traer la liberación de la alienación capitalista y de las estructuras opresoras se había adelantado a 1967. Los estudiantes, seguramente sin ser muy conscientes, ponen fin al mundo moderno y dan comienzo a la post-modernidad. Dos años antes, el Concilio Vaticano II había aprobado la Declaración Dignitatis Humanae sobre la Libertad Religiosa. La Iglesia señalaba que a la verdad se accede sólo a través de la libertad. (Cristo) “dio testimonio de la verdad -dice el texto- , pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad”.
La protesta estudiantil sacude también a los jóvenes que habían seguido a Luigi Giussani, en una de las ramas especializadas de la Acción Católica, desde mediados de los años 50. La inmensa mayoría de ellos, seducidos por la protesta, abandona la Gioventù Studentesca (GS) que el sacerdote milanés había renovado. El mismo había sido alejado de su dirección por su obispo en 1965.
Giussani retoma su actividad educativa ya en el 68, con los pocos que habían quedado, en el Centro Cultural Charles Peguy. Según el mismo dice -“ el Centro Cultural Charles Péguy se ha convertido en el lugar en el que se realiza un fenómeno comunitario, donde se desarrolla la experiencia eclesial de GS, pero ya de forma independiente de GS, o sea de Acción Católica.”-. Este es el contexto en el que se producen las intervenciones que recoge el volumen Luigi Giussani: una revoluzione di sé, recientemente publicado en Italia por la Rizzoli.
Todas las circunstancias que afrontó a lo largo de su vida fueron vocación para el sacerdote, pero los acontecimientos del 68 tienen un valor especial. La respuesta que da en ese momento es especialmente pertinente en este momento en que el cristianismo en Europa se ha convertido en una realidad de minorías.
Giussani ve llegada la hora de que “termine un periodo y comience otro, el definitivo, el maduro”. El adjetivo “maduro” se repite como un estribillo en sus intervenciones. Pero es necesario retirar “montañas de escombros de la superficie –y mucho más abajo de la superficie– de nuestra conciencia, de nuestra alma, de nuestra inteligencia, de nuestra sensibilidad, para empezar a caminar” hacia la maduración.
Golpeado por lo ocurrido, se da cuenta de que él mismo tiene que cambiar su modo de educar. “Hace quince años, cuando comenzamos con Gioventù Studentesca (…) el punto de partida para el reclamo, el móvil en el que se buscaba apoyo” era la tradición. Pero ha llegado el momento en el que “la tradición como motivo de reclamo ha dejado de ser suficiente, (…) tradición y filosofía cristiana, tradición y discurso cristiano, han creado y crean todavía la cristiandad, no el cristianismo”. “Hay que eliminar el pasado para comprender qué es el cristianismo”, el método es volver al origen. Cuando los primeros discípulos creyeron lo hicieron porque Cristo era una presencia: “una persona implicada por completo en un significado del mundo, en un significado de la vida: esto fue Cristo para quien lo seguía”. Era, es, una presencia “imprevista”, “imprevisible”, “que no es reducible al pasado”. La contemporaneidad (“vivo quiere decir presente”) con el hecho de Cristo (“Hecho y nada más) es la única experiencia que permite que la fe esté en pie. Giussani, profeta de lo que había de venir, señala el método para que el cristianismo siga vivo en un mundo secularizado.
El libro documenta cómo, desde las primeras intervenciones de 1968, el sacerdote sigue insistiendo en este método y en sus consecuencias. El cristianismo se acredita porque hace posible la criatura nueva, por eso es urgente la personalización.
“Y la tarea es ésta: (…) darse cuenta de otra realidad en mí, que yo soy, y por eso el darme cuenta de instrumentos de juicio y de acción (…). Esta nueva autoconciencia conciencia de uno mismo, de hecho, coincide con el cambio de los «instrumentos originales de acción», que son las «categorías de nuestro cerebro», las «raíces de nuestros sentimientos» (…) esta autoconciencia no se puede establecer con discusiones, no se puede hacer un plan y luego ponerlo en práctica. No es tan cómodo, no es tan mecánico”.
Giussani provoca a aquellos jóvenes que estaban dedicando sus mejores energías a contrarrestar los efectos del 68: “al intentar reducir el cristianismo a ciertas operaciones, por supuesto de incidencia social, erradicais la cruz de Cristo. Sin una autoconciencia nueva, todos los proyectos son viejos. Con intención de provocar añade: “no estimo todos vuestros proyectos y toda vuestra capacidad operativa, como no estimo mis proyectos y mi capacidad operativa si no están a este nivel” (el desarrollo de la autoconciencia nueva).
El fruto de esa autoconciencia es la misión. “Este fenómeno, por el que la nueva conciencia como tendencia, poco o mucho, pero inevitablemente, transforma la acción (…) (genera) algo nuevo en el mundo, se llama «misión»”. No es, ante todo, un problema de iniciativas, de obras, de actividad.
La experiencia a la que Giusanni reclama, que tiene como fruto y fuente la comunión (la vida cristiana como comunión), “está ligada a un cauce que es la autoridad constituida por Cristo, la sucesión apostólica: no esta o la otra persona, sino la autoridad como sucesión apostólica, los Obispos unidos al Papa”. Pero esa experiencia es posible por una autoridad moral. Y “la autoridad moral, en una comunión así concebida, en un brote no institucional como el nuestro, es carismática, es decir, es un “de facto”: de facto hay un punto, que no digo que sea objetivamente el mejor o el más adecuado, pero “de facto es el punto que todos pueden reconocer”.
No estaba previsto, no era previsible, pero sucedió y sigue sucediendo.
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