El fraude del voto secreto

El vigente reglamento del Congreso de los Diputados conserva una antigualla incompatible con el principio de transparencia de la vida política, que una moderna democracia debe observar al máximo. Me refiero, claro está, al voto secreto de los diputados. Debería, por convención, ser eliminado de nuestras prácticas parlamentarias.
El Reglamento del Congreso, en efecto, lo contempla “a solicitud de dos grupos parlamentarios o de una quinta parte de los diputados” en todos aquellos asuntos que no sean procedimientos legislativos. Es verdad que esta modalidad de votación está prácticamente en desuso en nuestra vida parlamentaria. La última vez que se recurrió a ella fue en la “famosa” votación mal llamada de la guerra de Iraq hace ya más de diez años.
Sorprendentemente ahora, cuando acabamos de aprobar la ley de transparencia, que pretende que este principio impregne todos los comportamientos en nuestra vida pública y que se sometan a él todas las instituciones y sujetos públicos, los socialistas quieren resucitar esta modalidad de votación que impide que los electores conozcan lo que votan sus representantes. Es decir, que el principio de opacidad prevalezca sobre el de transparencia. Con el voto secreto el diputado no tiene que rendir cuentas a sus electores. El voto secreto convierte a la vida parlamentaria en un juego de la clase política, que aleja irremediablemente a los electores de los elegidos.
Ciertamente el voto secreto es una figura que estuvo presente, con mayor o menor intensidad, en algunos de los sistemas parlamentarios del pasado. Se defendía que hacía al diputado más libre, porque así quedaba exonerado de posibles represalias. No sé si lo hacía más libre, pero, añadiría, lo convertía, en todo caso, en irresponsable. Y, como la libertad sin responsabilidad es una falsa libertad, nunca me ha convencido el argumento de la opacidad como garantía de la libertad. La libertad siempre entraña riesgos, a los que nadie puede zafarse, cuando la ejerce.
En los sistemas parlamentarios de las grandes democracias el voto secreto ha desaparecido de la escena pública, salvo cuando se trata de elección de personas. En Italia, que constituyó una práctica endémica en el pasado, con efectos degradantes para su sistema político, fue restringido a supuestos tasados en la reforma de 1988. Y, aun así, pienso que carecen de justificación los casos en los que todavía se permite, ya que los electores han de tener siempre el derecho de saber lo que votan sus representantes. Es la única manera de poder juzgarlos, porque el voto es la expresión máxima de la voluntad del parlamentario.
Algunos han sostenido que el voto secreto puede ser un instrumento para “librar” al diputado de la disciplina de voto. Muchos coincidirán conmigo en que, tan sólo pensándolo dos veces, resulta peor el remedio que la enfermedad. Porque tal remedio se basa en la hipocresía y en la cobardía del voto opaco. Nuestro sistema parlamentario, por otra parte, ampara en grado sumo la independencia del diputado a la hora de votar. Si quiere someterse a la disciplina de voto del Grupo al que está inscrito, puede hacerlo, pero siempre se trata de una decisión voluntaria. Si, por las razones que fuere, se aparta de la disciplina de su Grupo, su obligación moral y política es hacerlo a la luz del sol, con “luz y taquígrafos”, para que sean sus electores y la opinión pública quienes conozcan su decisión. En una democracia moderna y transparente, en definitiva, la opacidad del voto como presunta garantía de la libertad me parece una gran falacia.
Los socialistas han cometido un grave error, al recurrir a esta burda estratagema parlamentaria. Lo lamento, porque no es por ese camino como se regenera y fortalece nuestra democracia ni tampoco se prestigia a los partidos políticos y a los representantes del pueblo soberano. Los españoles se merecen algo mejor que la vana astucia de sus promotores.