El Estado laicista y autoritario
El laicismo se distingue por plantearse el objetivo de eliminar las formas de vida y pensamiento religiosos de la escena pública, por igual en aquellos relacionados con el Estado como en los propios de la vida civil. La justificación que usan quienes lo proponen es la supuesta necesidad de una neutralidad ideológica del Estado y en general del debate público, con el fin de garantizar la convivencia civil y política. Por lo tanto, se considera obligación del Estado controlar a las personas religiosas y sus organizaciones para que no "contaminen" la esfera de lo "público" con sus visiones parciales, moralistas, oscuras y poco objetivas. Consideran que un ciudadano que profesa alguna religión es un fanático en potencia y en acto, un enemigo público que debe ser contenido o reprimido según sea el caso.
Sin embargo, la pretendida neutralidad ideológica -y por ende moral- está muy lejos de existir en los hechos. Estamos en el terreno de lo que hace muchos años, en un brillante artículo, don Adolfo Sánchez Vázquez llamó: "La ideología de la neutralidad ideológica". Explicaba aquel brillante filósofo la imposibilidad de la neutralidad ideológica por igual en el campo de la filosofía, como de la ciencia, y cómo quienes la enarbolan pretenden superioridad sobre los demás, al imponer su visión del mundo bajo la coartada de la "objetividad". Tal posición revela en realidad una mentalidad autoritaria. La llamada "neutralidad" ideológica es una ideología con complejo de superioridad, es autoritarismo, es un acto de discriminación.
Para el laicismo, la libertad religiosa está muy lejos de ser un derecho humano. En todo caso pertenece al mundo de las concesiones que el Estado, dependiendo de las circunstancias, pudiera conceder a los ciudadanos con creencias religiosas, por lo que puede y debe crear limitaciones a su ejercicio, tantas como los políticos que manejan el aparato estatal crean conveniente. El Estado, en un acto de generosidad, pudiera reconocer el ejercicio de la religión en lo privado, pero puede y debe castigar su manifestación pública. Se trata de un proyecto de relación entre el Estado y la ciudadanía que sólo se puede sostener a través de la represión y la persecución que, según sea el caso, tomará distintos grados de radicalidad. El avance de la propuesta laicista implica, por necesidad, el retroceso de la convivencia democrática.